Personas memorables (1)


Eduardo vivía en la calle Palomo de Osuna, cerca de su confluencia con Navalagrulla, en la acera de la derecha. Era de complexión fuerte y buena estatura para su generación. Siempre iba afeitado y peinaba hacia atrás un pelo que encaneció a un ritmo lento, como de alguien que pasa por la vida sin estridencias, con una cadencia suave. Vivía con Remedios, una persona, como él, del trato más agradable que se pueda imaginar, y mirada inteligente. Estaban casados y tenían dos hijos, los dos hoy personas ya mayores aunque aún en la madurez. Eduardo era la simpatía y el calor hechos persona. De joven trabajaba de chófer y usaba las vacaciones para irse con Remedios a trabajar a los hoteles de Ibiza, de donde volvía el matrimonio derrengado pero con ahorros para sacar adelante a sus hijos, a los que dieron estudios en una época en la que eso no era lo habitual. Los años pasaron y Eduardo y Remedios se jubilaron. Luego Eduardo enviudó y lloró a Remedios como solo lo hacen los enamorados, con auténtico dolor. Le costó, pero con ayuda de la familia y los solidarios vecinos consiguió remontar. Desde entonces, cada vez que uno pasaba por su puerta allí estaba él, saludando sonriente e interesándose por ti, a qué te dedicas, dime dónde estás ahora, que hace mucho que no te veo. A pesar de su ternura en el trato, Eduardo no era una persona frágil y fue capaz de soportar una angina de pecho, algo muy doloroso, según creo, aunque su corazón quedó muy tocado y falleció pocos años después. Desde entonces, hace más de una década, aquella porción de acera de la calle Palomo perdió la luz especial que Eduardo le daba.
Mi tía Mercedes no era, en realidad, mi tía: era hija de un viudo que había casado con una tía de mi padre, pero como si lo hubiera sido. Mercedes tenía el don de la humanidad. Era ancha, robusta, como son las mujeres del Bajo Ebro, más fuerte que el tío Diego, su marido, que sonreía y te miraba con unos ojos extramente claros, como de mago de cuento medieval, mientras tallaba cucharones en madera de boj. La tía Mercedes era la reina del buen humor. Para ella no parecían existir dolencias ni preocupaciones, solo risa y alegría de vivir. Tenía dolores y desvelos, como todo el mundo, pero ella no los transparentaba, parecía querer preservar a las personas que quería de la parte gris de la vida. Y como amante de la joie de vivre, como dicen los franceses, Mercedes era una gran cocinera. Buena conocedora de la repostería del levante español, recetas muchas de ellas de origen morisco o mallorquín, sabía hacer como nadie esas delicias llamadas carquinyolis, punyetes y pastissets, además, por supuesto del cóc de maçana y la auténtica fideuá, de la que conocía todos los secretos. Los niños que veraneábamos por los alrededores de su casa la visitábamos a menudo pero a hurtadillas, como deseando ocultarles a nuestras madres inconfesables predilecciones culinarias, un poco avergonzados, como si quisiéramos evitarles el disgusto. Porque nuestras madres, las de todos los niños, eran las mejores hacedoras de croquetas, desde luego, no existían croquetas como las de la madre de uno, pero en cuestión de repostería a la tía Mercedes nadie le ganaba. Si algún niño pequeño se perdía en aquella colonia de veraneo, las madres estaban tranquilas porque sabían dónde hallarlo, e iban a buscarlo con la sonrisa en la boca, reconociendo en ella una superioridad incontestable. Y allí encontraban al niño perdido, en la terraza, con Mercedes sentada al lado, comiendo a dos carrillos postres exquisitos. En sus últimos años sufrió, como todos, el empeoramiento de la salud que anuncia el fin, pero hasta su último momento de lucidez Mercedes supo sonreír y hacer más agradable la vida de todos.
Los dos, Eduardo y Mercedes, Mercedes y Eduardo, seguirán siempre en el corazón de todos sus conocidos, cada uno en una punta de España, los dos mecidos por los amables recuerdos que supieron dejar.
