Periodista y pianista en un burdel
Me he cruzado con contertulios en numerosas ocasiones que se jactan de no leer periódicos porque son sensacionalistas o están entregados a oscuros intereses políticos. La afirmación se desmonta desde su propio enunciado. Si no leen esos periódicos, ¿cómo lo saben? [He olvidado por un momento que aquí se opina de todo; más aún, si se desconoce].
En un país que tiende a la generalización para tener la conciencia tranquila, donde los funcionarios son unos flojos; los empresarios, unos avariciosos ladrones; y los políticos, unos corruptos -algunos también comparten atributos con los empresarios-, es previsible que a todos los periodistas -sin excepción- se nos tache de mentirosos.
Soy periodista, pero me pasa como a Manuel Vicent: prefiero que en casa sigan creyendo que toco el piano en un burdel.
Después de un cuarto de siglo en este oficio, tengo asumido que caemos mal. Aunque mi experiencia me ha demostrado que el periodismo es el último recurso que queda cuando han fallado todos los resortes de una sociedad. El paciente que dice haber sufrido una negligencia médica; el ciudadano al que han impuesto una multa que cree injusta; el denunciante al que no otorga la razón la justicia; el vecino al que no escucha el alcalde… Todos acuden como intento a la desesperada a una redacción para que los atienda un periodista engreído, falsario y embustero.
El 3 de mayo celebramos el Día Mundial de la Libertad de Prensa. Si el periodismo no estuviera cuestionado y amenazado; si no fuera molestia e incordio, entonces, no sería periodismo; sería, simplemente, propaganda.
Un periodista no busca el aplauso incondicional de la audiencia. Ni reafirmar los prejuicios que intuye en el destinatario de sus mensajes para lograr la adhesión inquebrantable. El periodista libre persigue provocar la reflexión, enfrentar al lector ante las contradicciones, aportar argumentos e incitar el pensamiento. En definitiva, propiciar que sea el receptor -también libre y en conciencia- quien se forme una opinión responsable y comprometida. Como periodista, lo que más me ha preocupado siempre ha sido provocar indiferencia. No es mi intención resultar simpático.
Ahora que tanto se habla de acabar con la desinformación, hay una forma simple y directa de hacerlo sin necesidad de aplicar ningún cambio legislativo: leer periódicos. Consumir información de un medio reconocido y reconocible; que responda ante la justicia si traspasa las normas.
Lejos de la imagen que se proyecta, los periodistas no tenemos inmunidad ni licencia para opinar sin límites. Si nos excedemos, recibiremos el castigo del Código Penal y -sobre todo- de la audiencia; que tiene la posibilidad de elegirnos o desecharnos, sin necesidad de esperar cada cuatro años a las urnas. Por cierto, son los diputados y senadores los que sí gozan -según recoge la Constitución- de inviolabilidad por las opiniones manifestadas en el ejercicio de sus funciones. También para el insulto y el engaño.
En los últimos años asistimos a una estrategia deliberada por parte de algunos círculos de poder para invertir las reglas de la opinión pública; ser los políticos los que controlen a los medios de comunicación; que no somos más que intermediarios a los que el resto de la sociedad nos encomienda interpelar a nuestros gobernantes. El objetivo no es otro que acabar con una sociedad crítica y reflexiva.
La amenaza no es nueva, diría que más bien cíclica. Ya Azaña advertía a quienes se acercaban a sus mítines: “Desechad los peligros del lenguaje figurado, que acuña expresiones perniciosas y dudosas que la gente acaba por manejar sin examen de su contenido y que puede colocar el ánimo de la opinión en una situación falsa”.
Por eso, en lugar de convocatorias públicas, muchos sirven discursos guionizados a través de sus propios canales, donde no existe margen para el descuido que desvele la verdadera condición del gobernante.
Pretenden regenerar la democracia y erradicar los bulos. Podríamos empezar por sancionar las mentiras en política y obligar a todos nuestros dirigentes a que cumplan con las promesas a las que entregamos nuestros votos en campaña.
También ha llegado el momento de hablar de la responsabilidad que cada persona tiene dentro de la sociedad que comparte y habita. No podemos evadirnos de sus problemas y sus retos; sus venturas y sus miserias. Y para participar de su gestión hay que estar informados.
Opinar exige una reflexión previa, una base sólida de datos y argumentos. El resto es manipular e intoxicar.
Probablemente, poco podamos hacer sin traicionar los principios honrados de este oficio; más que aguardar a que pasen estos tiempos efervescentes y, cuando la sociedad busque de nuevo un discurso crítico, independiente y reflexivo, nosotros sigamos ahí.
Tan mentirosos, tan vendidos, tan justicieros.
Tan periodistas.
Director Diario IDEAL