Perico Girón se enamora (XI)
∙Residencia de Mr. Bushrod Washington
Mount Vernon (Virginia)
Estados Unidos de América
Querida madre:
Por fin te escribo. Acabo de enterarme de los disturbios ocurridos el 2 de mayo y de tu intervención a favor del pueblo. Conocer esos sucesos, y ver el nombre de la familia escrito en el periódico de una ciudad tan alejada de Madrid, ha removido con fuerza mi interior. Os echo de menos. Supongo que lo has pasado tan mal como yo por nuestra separación pero no había alternativa. Padre parece incapaz de entender que pueda existir el amor verdadero entre personas de distinta clase y condición. Si conociera a Belle vería que es tan educada como podamos serlo nosotros y tan buena mujer como pueda serlo cualquiera de mis hermanas.
Salimos de Madrid, como sabes, hace más de siete años y desde entonces nos han ocurrido muchas cosas. Después de pasar por París, decidimos viajar a Ginebra. Habíamos oído que allí aceptaban todo tipo de personas sin hacer muchas preguntas siempre que fuesen honradas y trabajadoras. Aquel es un lugar alejado de la influencia de padre aunque de clima riguroso. La ciudad entera es un taller. En primavera y verano, cuando el clima se suaviza un tanto y pueden abrirse las ventanas, el aire se llena del repiqueteo de la maquinaria de los relojes y del martilleo de los orfebres. Todos trabajan de manera incansable, como si la ocupación les hiciese bien al impedirles pensar en su situación. Los seguidores de Calvino tienen allí su sede principal. Son industriosos, como te digo, pero no tan severos como siempre se ha pensado y nos hacen pensar a los católicos.
A nuestra llegada encontramos la ciudad tomada por las tropas de Napoleón y anexionada a Francia pero con el mismo ritmo de vida. Los ginebrinos son constantes y voluntariosos, nada va a venir a torcer su camino. En una posada, donde degustábamos una fondue, conocimos a un hombre al que caímos en gracia. Pensaba que necesitábamos trabajo, de hecho era así, y nos dio la dirección de una familia que podía necesitar nuestros servicios, pues nos habíamos presentado como preceptores. Al día siguiente, y provistos de una carta de recomendación que una hermana de Monsieur Lorraine nos había entregado en París, nos encaminamos a la dirección indicada. Era aquella una de esas mañanas ginebrinas en las que sopla un viento que el lago Leman y la cercanía de los Alpes convierten en un azote para los habitantes de la ciudad. Localizada la casa, de buenas proporciones, entramos y fuimos acogidos junto a una gran estufa de la que no nos separamos hasta entrar en calor. La vivienda pertenecía a la familia del gran pensador Jean Jacques Rousseau. Debo decirte que en ese momento la noticia no significó mucho para mí pues, aunque Diego Clemencín —a quien ruego des un abrazo de mi parte— nos había hablado de él, aún no había leído su obra ni sabía de su importancia. Fue tras nuestra llegada a los Estados Unidos de América, donde vivimos desde hace tres años, cuando empezamos a ser conscientes de dónde habíamos vivido. La casa pertenecía a Jean Jacques, un hijo de Rousseau y Thérèse Levasseur que pudo escapar del Hôpital des Enfants-Trouvés, donde los padres lo habían depositado tras su nacimiento. Cómo pudo salir de allí y ser consciente de sus orígenes es algo que nunca supe. No voy a pararme a criticar ahora la manera en la que aquellos padres se comportaron, la carta sería eterna, pero me imagino que tendrían sus razones. De todas formas no creo que Thérèse Levasseur quedara muy conforme con la condición de expósito de sus hijos. El caso es que este Jean Jacques Rousseau renacido se había aplicado con mucho éxito al oficio original de la familia del padre, la relojería, y había prosperado económicamente hasta el punto de poder dar preceptores particulares a sus hijos. Jean Jacques era un hombre muy singular. Daba por buenas sin sombra de duda las teorías de su padre y creía que todos los niños cuando vienen al mundo son bondadosos y nobles por naturaleza. Esa creencia le había llevado a conducirse con sus hijos de forma demasiado permisiva. Jamás veía en ellos actos censurables y, por supuesto, estaba en contra de castigos o simples reconvenciones. Y la verdad era que sus hijos, dos niños y una niña, parecían vivir solo para hacernos la vida imposible a Belle y a mí. Nos ponían todo tipo de trampas en sillas, puertas o cajones. Eran bromas inocentes pero convertían nuestras jornadas en una prueba continua en la que no cabía relajación alguna. Esos pequeños percances no fueron obstáculo para que permaneciéramos allí dos años: aquel matrimonio nos trataba bien y la sociedad ginebrina, a pesar de tener una forma de comportarse tan alejada de la española, nos gustaba. Con la llegada del buen tiempo hacíamos pequeños viajes por los alrededores de la ciudad, algunos de gran belleza. Conocimos la bella Annecy y nos aficionamos a dar largos paseos por las montañas.
Después de llevar un año en Ginebra Belle me comunicó que íbamos a tener nuestro primer hijo. La noticia me colmó de alegría. El embarazo prosperó. Belle estaba cada día más guapa: los ojos le brillaban como no lo habían hecho nunca. La señora de la casa se ocupó de que no le faltara de nada, tratándola como si fuera su hija. Pero el embarazo acabó muy mal. Yo estaba junto a las mujeres que la atendían durante el parto, no habían conseguido que me saliera de la habitación. Vi cómo nuestro hijo salía a la vida pero no se movía. Intentaron que respirara de todas las maneras posibles, que rompiera a llorar. Fue inútil. Cortaron el cordón y lo cogí en brazos. Era guapo como Belle y grande como yo pero no se movía, no tenía vida, madre. Pegué mi boca a su boquita y estuve intentando reanimarlo durante un rato. Belle quería verlo, quería besarlo. Yo se lo aproximé avisándole de lo que podía pasar si lo veía pero ella no decía nada, solo extendía los brazos para que se lo diese. Se lo di y ella lo abrazó con todas sus fuerzas, como si pensase que podía trasmitirle su calor y devolverlo a la vida. Pobre mujer.
Aquello nos cambió la existencia. Ya no nos gustaba estar en Ginebra, sobre todo a Belle. En aquella casa y aquella ciudad la visión de su hijo muerto la acompañaba a todas partes. Fue así como decidimos cambiar por completo, viajar lejos, fuera del alcance de padre también, a América si era posible.
Nos despedimos con mucho dolor del matrimonio Rousseau. Este nos entregó la mejor carta de recomendación imaginable, llena de elogios por nuestra paciencia con los niños y nuestra preparación. Luego nos encaminamos hacia Nantes. Allí embarcamos en un gran velero, que descendió por el Loira dulcemente hacia el mar. Saint-Lazaire fue la última población europea que vimos. Estuvimos mirándola apoyados en la borda de popa hasta que se perdió engullida por el horizonte.
La travesía fue una dura prueba. Aunque nos habían acomodado en la zona de popa, cerca del camarote del capitán y lejos del cabeceo de proa, el movimiento del navío desestabilizó tanto nuestros estómagos que solo tras una semana de navegación, y cuando parecíamos un mal remedo de nosotros mismos, consintieron en aceptar algo de comida. Arribamos por fin a Nueva York. Desde allí nos trasladamos a Filadelfia, donde nos iba a ser más fácil encontrar familias acomodadas que necesitasen nuestros servicios. Allí, y por mediación de un español de apellido Le Brun, pudimos presentar nuestras cartas de recomendación a Bushrod Washington, sobrino del gran Georges Washington, cuya tumba se encuentra en la misma hacienda donde vivimos.
Nosotros estamos bien. Un nuevo embarazo de Belle está a punto de llegar a término; esperamos que esta vez sea más afortunado. Este país es inmenso, madre, más de los que nunca había pensado que pudiera ser ninguno. Cuando llega el otoño las hojas de los árboles toman un color tan encendido como no puede verse en Europa, parecen de oro pulido. Dicen que hay salvajes, indios que viven en libertad y atacan a los blancos cuando se sienten atacados por estos. Conozco la codicia de los europeos. Les quitarán las tierras, los prados, las montañas, la comida. Desde que estas tierras lograron la independencia del reino de Gran Bretaña, hace más de treinta años, cada vez hay más fábricas y no paran de llegar barcos desde Europa cargados de gente. Esta gente necesita espacio, las fábricas necesitan madera y los indios tienen de todo eso y no poseen maldad para ver la que se les viene encima. El gran Rousseau finalmente tenía razón: el hombre nace bueno, el indio lo es.
Te extraño, madre. Haber leído en el periódico tu nombre y saber que te encuentras perseguida me intranquiliza. Espero que esto se solucione con rapidez y los franceses abandonen pronto España. Da recuerdos a Joaquina y a Manolita, a quienes también extraño mucho. A padre dile que lo quiero a pesar de su rudeza y espero que esté bien.
Queda tuyo en la distancia, y a la espera de tus noticias, tu hijo, que te quiere,
Perico Girón.
Había anochecido. Belle dormía en la mecedora con el ceño un poco fruncido, quizá teniendo un mal sueño. Su cabeza colgaba sobre uno de los hombros como si pesase demasiado y la manta se había deslizado dejándole descubiertos los brazos. Perico se levantó para arroparla y corregirle la postura. Mientras lo hacía, y a través de la ventana, contempló el ancho Potomac iluminado por la luna. Ella, inquieta, se quejó bajito y él la besó suavemente en los labios.
(Continuará).
Detalle de Un poeta, de Jean-Louis-Ernest Meissonier (óleo sobre lienzo, h. 1870).
Víctor Espuny
CUADERNO DEL SUR
(Madrid, 1961). Novelista y narrador en general, ha visto publicados también ensayos históricos y artículos periodísticos y de investigación. Poco amante de academias y universidades, se licenció en Filología Hispánica y se dedica a escribir. Cree con firmeza en los beneficios del conocimiento libre de imposiciones y en el poder de la lectura.