Perico Girón se enamora (VIII)

Perico caminó a buen paso. La ciudad dormía con placidez, solo se veían iluminadas las ventanas de algunas tabernas. En la puerta de uno de ellas, un borracho orinaba contra la pared. El hombre se le quedó mirando sin verlo, con ojos de extravío.

Una vez en la calle de Belle, empezó a tirar piedrecitas a su ventana. Al tercer intento la habitación se iluminó y apareció en la ventana el perfil de la muchacha con el pelo recogido. Nuestro Girón corrió a ponerse junto a las luces del altarcito de la pared de enfrente. Al reconocerlo, Belle abrió mucho los ojos, se puso una mano en la boca y desapareció de la ventana. La luz del cuarto lo hizo con ella. Instantes después se abría la puerta de la casa y él entraba.

Se abrazaron. Perico la puso al corriente.

—Así que ya ves. Aquí en Madrid nuestro amor no puede ser, Belle. Debemos irnos. Y hacerlo ya. Llevo objetos de valor que nos permitirán vivir durante los primeros meses. Después trabajaré. Puedo hacer de preceptor. Las familias nobles necesitan educar a sus hijos.

Ella estuvo en silencio durante unos instantes. Sentados en un peldaño de la escalera, iluminados por la palmatoria de Belle, parecían salidos de un cuadro de Ribera. Las pequeñas sombras de sus caras se alteraban con cada uno de sus movimientos, por leve que fuese, mientras las grandes sombras de sus cuerpos se proyectaban monstruosas contra el techo y las paredes. Ambos sostenían las manos del otro, se miraban a los ojos: eran la viva imagen del amor puro y desvalido.

—Vamos a París, Perico. Allí podemos conseguir mucho dinero. Voy a despertar a Lorraine. Se pondrá muy triste pero nos dará su bendición. Ven conmigo.

Una semana después la pareja estaba en Irún. Viajaban en un coche cuadrado y robusto tirado por dos mulas que caminaban absortas en la nada. No habían podido entrar en ciudades ni pueblos importantes porque la noticia de la fuga de Perico había movilizado a los servidores del duque de Osuna, que podían encontrarse en casi todas las poblaciones del país. Los días pasaban y las noticias llegadas a la casa de la Puerta de la Vega nada decían de los dos fugados. Ellos, por su parte, dormían felices, arropados por gruesas mantas zamoranas, el coche y las mulas escondidos en sotos y bosques. A la salida del sol saludaban el día y seguían camino. La llegada a suelo francés implicó el encuentro inevitable con soldados en la frontera, trámite que Perico y Belle pasaron gracias al pasaporte diplomático que el general Lorraine había accedido a expedirles con lágrimas en los ojos. ¡Bendita juventud, cuando a uno le parece todo posible, sensación de seguridad que es motor y causa primera de los grandes logros humanos!

Siguieron viaje hacia París. A pesar de la convulsión social que vivía Francia en aquellos tiempos, atravesaron el país sin problemas importantes. Vestían ropas sencillas y en general, intentaban pasar desapercibidos. Solo tuvieron un pequeño tropiezo en Tours, donde dos mozos se encapricharon de Belle y, al creerla sola —Perico estaba en ese momento a una decena de metros con un herrero—, intentaron propasarse. Ella se defendía bien, poseía un carácter resolutivo, pero aquella vez tuvo que llamar a voces a Perico porque aquellos mozos, aldeanos poco civilizados de paso por la ciudad, no parecían dispuestos a respetarla y eran más fuertes. Perico apareció como una exhalación seguido del herrero, que llevaba en las manos unas grandes tenazas. Los cuatro se quedaron mirándose unos segundos. Perico era alto y flexible y sus ojos proyectaban la fuerza del afán de protección; el herrero era un mocetón de treinta años, ancho, fuerte y peludo. Su mirar era agresivo y blandía las tenazas por encima de la cabeza, dispuesto a arrancar con ellas la parte del cuerpo de los mozos que pudiera atenazar. Los mozos se miraron un momento y empezaron a retroceder mientras Perico y el herrero avanzaban. Así hasta que los dos insensatos aquellos se dieron la vuelta y empezaron a correr como gallinas asustadas.

Los enamorados llegaron a París un frío día de comienzos de enero. La nieve cubría la ciudad. Cientos de pequeñas chimeneas elevaban al cielo sus penachos de humo gris y sumían las casas en un extraño misterio. Las calles parecían solitarias. Belle indicaba a Perico la ruta que debían seguir para llegar al barrio donde había vivido tantos años con aquellos comerciantes de vinos asesinados por los ladrones. Los caudales de Antoine Lapêtre, le explicaba Belle, debían seguir en un escondite. Aquel hombre confiaba tanto en ella que se lo había mostrado, «Mira, hija, para cuando faltemos». Luego vino el asalto y el viaje a España con Lorraine. Si la casa aún estaba en pie, el dinero debía seguir en el escondite del muro: nadie más conocía su existencia. El día de la llegada, sin embargo, los dos se limitaron a buscar posada en un lugar cercano. La encontraron en las inmediaciones de Saint-Germain-des-Près. Desde la ventana de su cuarto, que tuvieron que pagar por adelantado y con luises de oro para no ser denunciada su llegada a la superintendencia, la pareja contemplaba las dos torres de Notre Dame levantadas orgullosas al otro lado del brazo del río. La posada la llevaba un bretón de cara sanguínea y manos gordezuelas que parecía haber acaparado todos los defectos de los burgueses de su Fougères natal. Era interesado y ruin. Cada vez que la pareja entraba o salía se los quedaba mirando con expresión condescendiente, como quien cree tener en la mano los resortes para hacer imposible la vida de otro y no quiere usarlos por no perder los beneficios de su posesión.

(Continuará).

Lee también
Lee también

 

Detalle de Los jugadores de cartas, de Jean-Louis-Ernest Meissonier (óleo sobre lienzo, 1872).

 

Víctor Espuny

© 2023 COPYRIGHT EL PESPUNTE. ISSN: 2174-6931
El Pespunte Media S.L. - B56740004
Avda. de la Constitución, 15, 1ª planta, Of. 1
41640 Osuna (Sevilla)