Perico Girón se enamora (II)

Al día siguiente, con el cogote enrojecido de tanto frotarlo mi madre y vestido con lo mejor que habíamos encontrado—un calzón corto color mostaza, unas medias oscuras de mi padre que me llegaban hasta las ingles y un jubón verde de la época de mi abuelo—, llegué arriba y pregunté por don Cayetano. El portero me dijo que esperara y me quedé allí de pie, al final de la escalera, mirando los techos pintados. Sobre la escalera había una bóveda decorada al fresco con un toro que llevaba sentada en el lomo a una mujer muy guapa y medio en cueros. Había visto la pintura mientras subía y ahora volvía a contemplarla, hipnotizado por uno de sus pechos, desnudo. Luego, aburrido de esperar, dejé vagar la vista por el largo pasillo que se extendía ante mí, por los cuadros de marcos dorados que llenaban las paredes, por las alfombras, los cortinajes y las lámparas de cristal. Nunca había visto nada semejante. Por la mañana, antes de salir de mi casa, mi madre me había dicho: «Aprovecha la ocasión, Antonio. Tu padre nunca ha subido a los pisos de arriba. Se ha tenido que ganar la vida con los caballos, expuesto siempre a una mala caída o a una coz en la cabeza. A los que llaman arriba les espera un futuro mejor si son cumplidores. Obedece a todo lo que te digan, y no hables nunca si no piden tu opinión». Todo esto mientras me vestía con mano temblorosa, su ilusión puesta en mi futuro.

Don Cayetano tardó media hora en aparecer. Era un hombre como de cuarenta años, gordo, de patillas cortas y piernas largas. Hablaba con algo raro en la lengua que no le dejaba pronunciar bien las erres y guiñaba un ojo a veces, supongo que sin querer. Ese día debía haber invitados importantes e iba vestido con la librea de postín: zapatos negros de hebilla, medias blancas, calzas rojas, casaca roja ribeteada de tiras bordadas y alamares, peluca blanca y guantes también blancos. Parecía alguien importante. Se me quedó mirando sin decir nada, las cejas un poco levantadas. «Date la vuelta despacio». Yo obedecí. «Bueno —añadió suspirando—. Sígueme». Don Cayetano empezó a caminar por el pasillo. Luego torció a la derecha, abrió una puerta alta de madera brillante con incrustaciones doradas, y atravesó una habitación alfombrada y con una gran chimenea. Luego abrió otra puerta y atravesó otra habitación parecida a la anterior, y así hasta tres. Al final de esta se abría una puerta más sencilla y estrecha que daba a una escalera de caracol. La subimos, no sin trabajo por parte de don Cayetano y sin contento por la mía, que nunca había visto nada parecido. Acabamos en un pasillo situado en el piso superior del palacio, abuhardillado y frío. El corredor era estrecho, sin adorno alguno, y a él se abrían toscas puertas de madera. Don Cayetano se detuvo ante una de ellas y llamó fuerte con los nudillos. Abrió un hombre viejo. Vestía todo de oscuro, como si llevara luto y estuviera muy triste.

—Mire, don Arcadio. Aquí tiene el nuevo paje de los señoritos. Lo ha elegido la duquesa. A ver qué puede hacer usted con él.

—Pasa hijo, pasa. —La voz del hombre era tranquilizadora, como sedante—. ¿Sabes lo que es un paje?

Tuve que estar con don Arcadio varias horas todos los días durante cerca de tres meses. Subía por la mañana temprano a su cuarto y no bajaba hasta la hora de cenar y dormir en casa de mis padres. Don Arcadio me enseñó qué es un tenedor, a caminar recto, a no correr en palacio, a tratar con deferencia a las personas superiores, a ser cortés, a hablar con amabilidad, a no mirar nunca a los ojos a los duques o a cualquier miembro de su familia o sus amistades, a no ver ni escuchar lo que no era conveniente que viese o escuchase y, sobre todo, me enseñó a callar.

—La discreción es la mayor virtud de un sirviente, Antoñito —me dijo un día que se me ha quedado grabado en la memoria por una de esas razones por las que se quedan las cosas, ninguna conocida o que podamos establecer. Ese día de finales de febrero la luz de Madrid entraba melancólica por la ventana del cuarto de don Arcadio. Desde allí se divisaba una esquina del Palacio Nuevo y, al fondo, la Pradera de San Isidro, a cuyos pies culebreaba el Manzanares. Un palomo acababa de posarse en el alfeizar siguiendo una paloma y ahora desplegaba alrededor de ella su febril cortejo. El zureo de la pareja retumbaba en la ventana—. Has de pensar siempre que a los señores les animan unos pensamientos más elevados que los nuestros. Es como si fuesen capaces de ver más allá de lo que nosotros podemos. Será por lo que han leído, o por lo que han viajado, pero ellos saben las razones últimas de las cosas, que a nosotros se nos escapan. Por eso tú debes ignorar todo lo que oigas, por muy extraño que te parezca. Ellos saben por qué toman las decisiones que toman, actúan de una u otra manera y dan unas órdenes y no otras. Nosotros siempre vamos a estar a otro nivel, en nuestro pequeño mundo, y no debemos aspirar a entender por qué son así. Ellos nos protegen y nos dan alimento y cobijo, no lo olvides nunca.

Don Arcadio era muy antiguo, tampoco las cosas iban a ser así, pero aquel día bajé a mi casa con la sensación de que habían pasado años y Antoñito se había convertido en Antonio, una persona mayor.

(Continuará).

 

La imagen en una reproducción de El rapto de Europa, de Tiziano, conservado en el Museo Isabella Stewart Gardner de Boston. En el Museo del Prado cuelga una copia pintada por Rubens, gran admirador del pintor italiano.

 

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Perico Girón se enamora está comprendido en Una vida acomodada y otros cuentos. Málaga: Ediciones del Genal, 2021.

 

Víctor Espuny

 

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