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Pepe Carreño, maestro de ajedrez

Pepe Carreño, maestro de ajedrez

Me cuenta Amparo que ha muerto Pepe, mi maestro. Llevaba mucho tiempo malo, me dice, y hace un par de noches se fue. Y yo me quedo en el centro de la habitación y con el teléfono en la mano, la toalla alrededor de la cintura, las gotas que resbalan por mi espalda y los ojos clavados en la puerta del ropero tras la que guardo mi tablero de ajedrez. Me quedo así un rato largo. Con esa cara de imbécil que a uno se le pone cuando la vida te golpea a primera hora de un lunes por la mañana.

Muchos de ustedes lo recordarán sentado en primera fila del autobús del pueblo y de charla con Antonio, el conductor. Otros, unos pocos afortunados, lo recordamos bajando las escaleras del colegio público Virgen de Belén, lentamente, colocando por delante las dos muletas que lo sostenían en pie, dejando caer su peso en ellas, y así bajando escalón a escalón cada miércoles a eso de las cuatro de la tarde, para enseñar a jugar al ajedrez a un grupo de chavales que lo esperábamos al final de la escalera. Porque Pepe, junto a Rafael Zurita, era nuestro maestro de ajedrez. Sí. Niños de ocho o nueve años alrededor de un tablero, en silencio, atentos a las palabras de aquel hombre al que nunca le desaparecía la sonrisa de la cara: el peón da un paso, excepto para el primer movimiento que puede dar dos; el caballo es la única pieza que puede saltar a otra; el alfil se desplaza en diagonal; la dama es la pieza más poderosa del tablero ya que es la única que puede mover en cualquier dirección.  

La última vez que lo vi estaba como les he comentado antes, en primera fila y de charla con su amigo Antonio. Cada vez que bajo al pueblo me gusta darme una vuelta a media tarde en el autobús y recordar cuando de pequeño viajaba en el camino de la escuela. Y aquella tarde estaba ahí, y cometí el error de no acercarme a saludarlo. Por no interrumpir y eso. Nos cruzamos la mirada y, como siempre, la sonrisa en su cara. Le hice un gesto con la mano y bajé del autobús. Y ahora, con los ojos clavados en la puerta del ropero y el teléfono en la mano, me levanto del asiento, me acerco hacia él interrumpiendo su conversación con Antonio y le doy las gracias por todas aquellas tardes, por su paciencia, por no permitir nunca que ninguno de los chavales que componíamos aquella silenciosa clase utilizara en los primeros movimientos de la partida el enroque para proteger al rey. Toda partida en la que no se arriesga, nos decía tras pararse al lado de la mesa y observar los últimos movimientos, no merece ser jugada. Y tras esas palabras se escuchaban en la sala el golpe de sus muletas camino de otra mesa, de otra partida, de otros chavales que, como yo, les estaremos eternamente agradecidos por enseñarnos jugar al ajedrez.

 

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Álvaro Jiménez Angulo             


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