
QUIERO CURARTE
Médico de pueblo. Especialista en Medicina Familiar y Comunitaria. Médico Ilustre del Real e Ilustre Colegio Oficial de Médicos de la provincia de Sevilla.
Autor del Blog: www.medicorural.es
Hace poco leí que el gasto militar mundial alcanzó su récord histórico: más de 2,2 billones de euros en 2025. Mientras tanto, muchos centros de salud en pueblos como el mío siguen esperando una reforma que no llega, un pediatra que ya no pasa consulta o una consulta sin matrona. Con este artículo no quiero prestar un capote a ningún político.
España aumentará su gasto militar hasta los 40.457 millones de euros en 2025, el 2,48 % del PIB. Mientras tanto, las listas de espera para ver a un especialista hospitalario no dejan de crecer, las consultas de atención primaria van quedando vacías, y en muchos pueblos la sanidad pública se va apagando en silencio.
Y lo más duro es que esto ocurre mientras vemos cómo se despilfarra o directamente se roba dinero público en otras esferas: dietas opacas, contratos inflados, asesores fantasmas, obras innecesarias.
Lo cierto es que la esperanza de vida no se construye con misiles, sino con médicos, enfermeras, vacunas, seguimiento, prevención. En Estados Unidos, por ejemplo, país campeón del gasto militar (más del 3,4 % de su PIB), la esperanza de vida apenas supera los 77 años. En España, donde gastamos bastante menos en defensa, vivimos de media más de 83 años. Esa diferencia no es casual: tiene que ver con políticas públicas centradas en cuidar, no en vigilar.
Mientras vemos cómo se destinan millones a nuevas armas, a tanques, a drones de combate que quizás nunca se usarán, médicos de familia se jubilan sin reemplazo, enfermeras rotan sin continuidad, y miles de pacientes sienten que su salud ha dejado de importar. Es una paradoja cruel: se invierte en protegernos… pero se descuida aquello que realmente alarga y mejora nuestras vidas.
La salud pública, esa que garantiza las vacunas, el agua potable, los cribados de cáncer o el control de la diabetes, es la mayor obra de paz que ha construido la humanidad. Y es que la sanidad pública es la mejor defensa de un país. Es un escudo cotidiano, invisible pero real, que permite detectar un infarto a tiempo, prevenir una depresión, acompañar a una persona en su soledad, curar una herida antes de que se convierta en tragedia.
No se trata de negar la necesidad de una defensa nacional, pero sí de cuestionar cuánto es suficiente y qué estamos dejando de proteger mientras tanto. La falta de inversión en salud tiene consecuencias reales: listas de espera insoportables, médicos de familia sin relevo generacional, hospitales sin especialistas y pacientes que se sienten abandonados por el sistema. ¿Cuánto costaría asegurar que todos los pueblos tuvieran un médico estable, un centro de salud digno y consultas de pediatría? Desde luego, menos que una fragata o un escuadrón de cazas.
En los pueblos, la medicina de familia no es una prestación más: es una trinchera humana contra el abandono y la desigualdad. Cada consulta abierta es un acto de resistencia. Y cada cierre, una derrota silenciosa que empobrece la democracia.
Por eso, cuando se repartan los próximos presupuestos, convendría que los responsables miraran menos al cielo buscando amenazas, y más a la tierra donde vive su gente. La vida no se defiende desde un despacho blindado, sino desde una sala de curas, desde una casa de un anciano, desde una revisión a un niño en edad escolar.
A mí, si me preguntan, lo tengo claro: prefiero vivir en un país con más pediatras y médicas de familia que drones militares. Porque la verdadera paz no se firma con uniformes, sino con salud, cercanía y cuidados.
