Peces de ciudad

Todas las personas tenemos un sitio adonde ir y otro al que volver. Hay asientos de trenes que llevan nuestros apellidos, paradas con nuestros nombres, espejos que no se cortan y nos muestran la realidad tal y como es. Una ventana es un espejo hacia el exterior, ellas forman el paisaje de nuestras vidas, la película de nuestro momento, son la pantalla sobre la que se proyecta nuestro movimiento. Vivir, cada vez más, es interpretar un drama sin guion, una improvisación constante. No sé, estoy tan desengañado que echo mano de Sabina, y me pongo los cascos y escucho: “Peces de ciudad”. Miro por la ventana, estilo melancólico, mientras el viaje avanza. “En Comala comprendí/ que al lugar donde has sido feliz/ no debieras tratar de volver”.

Pues no sé que decirte, Joaco. Ojalá fuera tan fácil. Pero el caso es que es verdad, los lugares cambian, porque deben cambiar, al igual que nosotros transformamos esos sitios, hemos de aceptar que llegarán otros que los trastocarán, que los acomodarán en busca de su felicidad. Esto no es fácil de comprender, a todos antes de irnos se nos ha pasado por la cabeza ese delirio caprichoso y egoísta de querer destruir lo que en realidad no nos pertenece. Ese o conmigo o nada. Un comportamiento tan infantil que es adulto. Nos revienta por dentro que los labios que disfrutamos, ahora los bese otro, que los ojos que nos miraron hayan dejado de hacerlo, que la vacante que dejamos haya sido ocupada. Nos repatea que el mundo siga después de nuestras pisadas, el darnos cuenta de que no somos lo imprescindibles que creíamos ser. Estábamos seguros de que aquello era patrimonio de nuestra existencia, cuando en realidad solo era un préstamo. Eso es, aunque no queramos darnos cuenta, vivimos de préstamos. La única diferencia es que unos duran más y otros menos.

Todos hemos estados tentados alguna vez de hacer saltar por los aires nuestro Capitolio. O de asaltar el de otro. Casualmente casi siempre lo hemos hecho con el revestimiento del humor, vestidos con el ropaje del surrealismo, pero con la firme convicción de querer acabar con los pies encima de la mesa, recostados mientras leemos la correspondencia. Pero de repente, suena un tiro, pum. Y ves la sangre en el suelo, y entonces te entran ganas de huir, y decides llevarte entre risas el atril. Pero te han pillado, porque se te veía venir, y entonces dices que es hora de irse a casa y pones pies en polvorosa, y sigues diciendo que llevas razón mientras poco a poco te vas alejando. Así rompes todas las posibilidades de permanencia y ensucias tu paso por allí. Es mejor ser recordado por un cuadro en las paredes del Capitolio que por haberlo intentado profanar. El recuerdo es el recuento del pasado.

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Termina el viaje, el tren se para y la gente empieza a levantarse y a bajar maletas. Vuelves a mirar a la ventana, ahora inmóvil, y te ves reflejado. “En la fatua Nueva York/ da más sombra que los limoneros/ la estatua de la libertad”.  Ay, qué difícil es seguir hacia delante cuando no sabes andar para atrás, qué pena que la nada sea lo único que dure para siempre, qué largos los viajes en AVE.

Santi Gigliotti
Twitter: @santigigliotti
Fotografía: EFE.
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