Pajarito
[Este relato, como los demás de la serie, es producto de ficción. Si en algunos de ellos aparecen nombres de personajes reales, se debe a una licencia literaria que pretende contribuir a su verosimilitud]
Nada caracteriza más a un pueblo que sus apodos. Un nombre, digamos Manolo, puede resultar hasta despersonalizador de tan repetido. Pero si me hablan de Manolo, el de los Dondemeo, no dudaré. ¿Qué mayor precisión que citar a Concha la Argarutana? De inmediato todos rememoran su figura vendiendo jeringos en la Plaza. Y no digamos si en una conversación sale a relucir Pepe Pollajierro. Un apodo es natural, preciso y contundente a la hora de identificar a una persona. Lo que se hace raro es que un apodo tradicional se pierda y venga otro a sustituirlo. Conversábamos animadamente Curro Garrido y yo en el Bar Central, mientras tomábamos unos vinos. Frente a nosotros pasó un joven que caminaba cabizbajo.
―Mira, ahí va Pajarito. ¿Lo conoces? ―me dijo Curro esbozando una sonrisa.
―¿Pajarito? ¿Acaso ese no es el hijo del Esparraguero? ―pregunté yo. Y Curro me contó la historia que ahora cuento yo.
Los Esparragueros vivían cerca, en la calle Pocillo. Uno de sus hijos, Carlos, casó con Catalina, hija de Paco Barbilla, que vivía no muy lejos, en la calle Estación. Barbilla, contento con aquella unión, regaló a la joven pareja una huerta que tenía medio abandonada junto a la carretera de La Turquilla. Los jóvenes no nadarían en la opulencia, pero podrían vivir felices allí, sin que les faltara nada.
Catalina, era bella, prudente y juiciosa. Buena esposa, también demostró ser buena madre cuando nació su primer hijo. Sin apenas estudios, superaba en inteligencia a muchos hombres. Carlos no era torpe ni mala persona: simpático, leal con sus amigos, trabajador… Solo tenía dos defectos: ser muy presumido y bastante tacaño.
Pero, sabido es, todo aguante tiene un límite. Ya con dos hijos, Catalina llevaba mal la racanería de su marido. La humillaba no poder comprar en el mercado lo que veía comprar a otras mujeres. Una noche, se plantó ante Carlos:
—Mira, Carlos, no me importa que no me lleves a fiestas ni vestir siempre la misma ropa; me basta y sobra co nir limpia. Pero a los niños hay que comprarles zapatos y, alguna vez que otra, tendremos que comer algo que no sea lo que produce la huerta. Existe la merluza, el bacalao, las chuletas de ternera, las milhojas…
Carlos, el Esparraguero, conocedor del carácter firme de Catalina, buscó una excusa con que calmarla. Pero su carácter engreído le jugó una mala pasada, pues dijo:
—No te pongas así, mi cielo; ¿o no sabes lo mucho que te quiero? ¿Acaso importa que las mujeres en el mercado piensen que eres pobre, si todas envidian el pajarito con que te alegro? Ya quisieran ellas gozar de uno como el que yo tengo para ti sola.
Porque Carlos se tenía por el mejor amante de la provincia y el hombre mejor dotado sexualmente de Andalucía. Catalina se sintió ultrajada con lo que juzgó grosería. No podía soportarla ni como mujer, ni como madre, ni como esposa. Pero prudente, que no sumisa, guardó silencio. A la tercera vez que Carlos repitió lo del pajarito, Catalina creyó que su petulante marido era merecedor de un escarmiento.
Resuelta, tramó cómo terminar con la zafiedad del tacaño fanfarrón. Una noche, era junio y el calor apretaba, al regresar a la casa lo recibió diciendo con dulzura:
—¿Por qué no dormimos hoy en el huerto, bajo la higuera?
Nunca hubiese esperado aquello de su Catalina. El hombre, que como la mayoría de ellos tiende a ser inocente, no pudo sospechar la trampa escondida tras la dulce oferta.
Acabada la cena y acostados los niños, Carlos no tenía ni ganas de escuchar la radio como cada día. Se fueron al huerto y se acostaron cobijados bajo la frondosa higuera. Carlos no podía resistir el deseo de poseerla, pero Catalina, con voz muy calmada y melosa dijo:
—¡Ay, cielito, ahora estoy muy cansada y no podría atenderte como es tu deseo! ¿Te parece que esperemos a que llegue la mañana? Así, con el fresco del amanecer, cuando tu pajarito se despierte picoteará mejor en el higo maduro que yo le daré.
¿Cuándo Catalina había hablado de aquella manera? No obstante, aceptó la propuesta, pensando con qué orgullo relataría a sus amigos la aventura. Cuando se durmió, Catalina, con sumo sigilo, sacó un afilado cuchillo que tenía guardado bajo la hojarasca. Con decisión, de un seco tajo segó el pajarito de su marido y lo arrojó despreciativamente a la cochiquera. Mientras Carlos aullaba de dolor, le dijo serenamente:
—Ahora, nadie tendrá que envidiarme por tu pajarito.
Los gritos despertaron al vecindario. El vecindario alertó a los municipales. Los municipales trasladaron a Carlos al hospital más cercano. Un cirujano requirió el miembro amputado, pero cuando fueron a buscarlo ya se lo había comido un cerdo.
Carlos, ingenuo como un párvulo, contó a quienes lo atendían lo sucedido, sin tener la malicia de ocultar aquello del pajarito que picotearía en el higo maduro. Conocido el caso por la gente, no faltaron quienes elogiaran el ingenio de Catalina. Tampoco hubo rincón del pueblo en que no se comentara jocosamente lo del pajarito. La cosa llegó a un punto que Carlos y toda su familia dejaron de ser los Esparragueros para comenzar a ser los Pajaritos.
CUENTOS TRISTES DE MI PUEBLO
Licenciado en Filología Románica. Profesor en Lora del Río, Fuengirola y Málaga, donde se jubiló. Participó en experiencias y publicaciones sobre Departamentos de Orientación Escolar. Colaborador de la revista Spin Cero, galardonada en 2003 con el Reconocimiento al Mérito en el Ámbito Educativo, e impulsor de la revista-homenaje Picassiana. Editor de Todos con Proteo, publicación colectiva en favor de la Librería Proteo tras su incendio. Desde 2006 mantiene el blog La Agenda de Zalabardo.
Autor de cuentos y novelas, de las que ha publicado tres, una permanece inédita y una quinta está en proceso de creación. Reside en Málaga.