Paisajes

El 14 de febrero de 1766 nació Thomas Malthus, célebre economista y demógrafo. Fue, quizá, la primera persona que vio la que se le venía encima al planeta por el aumento imparable de la población. Algunas de sus teorías, expuestas desde el observatorio privilegiado que constituía Gran Bretaña durante la naciente Revolución Industrial, son aún de uso común para demostrar la necesidad existente de disminuir, ya de forma drástica, la explotación de los recursos naturales del planeta y de acabar con la destrucción de bosques primarios. Numerosas voces se alzan para afirmar la relación existente entre esta sobreexplotación de los recursos naturales, a menudo causada por el aumento desmesurado de la población, y el nacimiento de nuevos virus, producidos por un contacto entre animales salvajes y humanos de una intensidad inexistente hasta ahora. Puede pensarse que la naturaleza se siente amenazada y se defiende con uno de los medios que tiene a su alcance: la biología. No deja de ser una coincidencia, aunque llamativa, que los políticos que nos gobiernan hayan elegido precisamente un 14 de febrero, en mitad de la peor pandemia del último siglo, para celebrar unas elecciones autonómicas, permitiendo además a las personas positivas en COVID-19 violar su confinamiento obligatorio y acudir a los colegios electorales. Y uno se pregunta si su intención, al facilitar la propagación de la enfermedad, no será contribuir a contener el crecimiento de la población. Quizá se sientan maltusianos.

Estas reflexiones, ya muy conocidas, sobre los desgraciados cambios que está sufriendo el planeta, me han llevado, movido por un punto de nostalgia, a los paisajes de mi infancia. Podría retrotraerme aún más y viajar a los años iniciales del siglo XIX, cuando, según cuenta García Blanco en su Resumen de un siglo, era posible cazar venados en la Alburrueca, a las puertas de Osuna. Entonces la presión de las personas sobre la naturaleza era infinitamente menor. Osuna tenía más o menos los mismos habitantes que ahora, es cierto —apenas dos mil menos—, pero el conjunto de lo que ahora denominamos estado español contenía solo once millones de personas y la revolución tecnológica aún era incapaz de producir artefactos que avasallaran el medio natural. Para empezar, no existía ningún vehículo terrestre preparado para correr a una velocidad mayor de la animal. No había, por tanto, atropellos de ningún tipo. Sólo cuando un caballo se desbocaba y uno no estaba atento podía pasarle por encima.

Pero vuelvo a los paisajes de mi infancia.

Cuando yo era un niño que apenas levantaba del suelo, allá por los años sesenta, el viaje de Osuna a Sevilla se hacía en lentos trenes o por una carretera que, a partir de El Arahal, y durante más de una decena de kilómetros, corría a la sombra de dos hileras de majestuosos eucaliptos. Eran árboles de gran porte, quizá centenarios, que formaban sobre la carretera una bóveda de verdor asaetada por los rayos de sol, flechas de luz que sembraban el firme de medallones de oro. Los viajes eran lentos y premeditados, uno no iba a Sevilla y volvía en una tarde. La familia partía de buena mañana para regresar cuando la noche ya estaba avanzada. Había tiempo para todo, tiempo para detenerse junto a aquellos eucaliptos a comprar, y a menudo a comer allí, alguna sandía o algún melón de los puestos que los arahalenses montaban con los frutos de sus sembrados o, simplemente, para envidiar a las familias que sí lo hacían. La carretera de Sevilla era una simple cinta de asfalto de pocos metros de ancho con cunetas a los lados donde en primavera se producía una explosión floral. Hoy día la autovía, con sus cuatros carriles, sus arcenes, sus cruces y cambios de sentido, sus carriles de aceleración y sus caminos de servicio ocupa una superficie seguramente cuatro veces mayor de la ocupada por la carretera antigua. Hay plantadas adelfas en el centro, y pinos y arbustos de preciosas flores amarillas en los nudos principales y en algunos cambios de sentido, pero predominan el asfalto y las alambradas sobre los árboles. De aquellos eucaliptos no queda nada. Como tampoco queda nada de la infancia a los sesenta años.

La carretera de El Saucejo era una cintilla de asfalto aferrada a la ladera de las lomas, y el viaje una sucesión inacabable de curvas. Desde su reforma han desaparecido la gran mayoría de ellas, es cierto —el viaje se hace en pocos minutos y es más seguro—, pero para reformarla las máquinas se comieron lomas enteras, rompieron preciosos caminos de entrada a ciertas viñas cambiando para siempre un paisaje que se había conservado tal cual era desde el principio de los tiempos. Deliciosos rincones que rodeaban Puerta Palos, por ejemplo, desaparecieron para siempre. Es como si el hombre, poseedor de unos medios de modificación del paisaje inimaginables dos siglos antes, se complaciera en alterarlo todo anteponiendo la rapidez en los desplazamientos a cualquier otra consideración. La puntilla a todo esto ha venido a darla la construcción de la plataforma del frustrado Ave, que ha alterado, para nada, toda la banda sur y este del pueblo. Afortunadamente queda el casco histórico de Osuna, uno de los mejores conservados del país, motivo de orgullo para todos los ursaonenses y de imprescindible conocimiento para cualquier amante del arte. Aún es posible pasear por sus calles y rememorar aquella infancia, refugiada en el presente en sus luminosas plazuelas, donde todavía juegan, y sueñan, los adultos del futuro.

 

Imagen: Carretera arbolada (imageseverywheregirls.blogspot.com).

 

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Víctor Espuny

 

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