Número cerrado


Me declaro ferviente partidario de la Iglesia abierta -ni un club para perfectos ni una aduana, según el Papa Francisco- y de las iglesias abiertas -con sus horarios amplios de apertura y celebraciones no reducidas al mínimo-. Y de las hermandades con sus capillas y casas de hermandad acogedoras e integradoras para todos los hermanos, no para grupos cerrados ni escogidos. Pero la publicación estos días de las cifras de participantes en las estaciones de penitencia en Sevilla capital -la provincia es harina de otro costal-, nos sitúa irremisiblemente en un escenario inédito en la larga historia de nuestras cofradías y de la Semana Santa.
El crecimiento mantenido año tras año de buena parte de los cortejos nazarenos frente al limitado espacio físico de los templos de donde salen y de las calles por donde discurren, hace que la Semana Santa haya tomado unas proporciones tendentes al gigantismo difíciles de conciliar, por una parte, con el escenario urbano, y, por otra, con el mínimo que aún subsiste de la proporción y la estética cofradiera consustancial a nuestra forma de celebrarla en la calle. Fiesta sagrada que por su equilibrada belleza donde se aúna lo culto con lo popular atraía y elevaba el espíritu de locales y visitantes. Con este aumento desproporcionado de casi todo lo que en ella interviene, habría que poner en cuestión si esta atracción se mantiene intacta. Además de cuestiones de seguridad pública y de facilitar la contemplación por parte de los fieles y devotos, para que nuestra Semana Mayor no quede en manos de una masa de meros aficionados a los pasos, a la bulla y al ruido sin más.
Si dejamos a un lado el improbable cambio del modelo de carrera oficial y estación de penitencia a la Catedral, está claro que la limitación de los cuerpos de nazarenos -una vez fijados unos números suficientemente amplios y solventadas las cuestiones jurídicas y organizativas que les atañan- es un escenario sobre el que debemos, al menos, reflexionar. Y lo primero sería constatar que, aunque novedoso en el campo cofradiero, esto no debería sorprendernos, por cuanto la mayor parte de las actividades sociales y aun culturales, deportivas o lúdicas cuentan con limitaciones de asistencia y participación por cuestiones de espacio. Y también las religiosas: hay celebraciones y actos de culto en templos y en lugares abiertos que, una vez cubierto el aforo máximo, no admiten más fieles por mucha fe o devoción que manifiesten; e incluso en los actuales retiros de Effetá y Emaús los grupos están llenos habitualmente, existiendo lista de espera para varios meses después de la solicitud.
Quiero referirme especialmente a los hermanos que pudiesen quedar afectados por el numerus clausus cofradiero. Aquellos que, de momento y de manera transitoria y reversible, no tendrían derecho a procesionar con su hermandad, pero que, de ningún modo, deberían ser olvidados por ésta, sino ser acompañados como cofrades en espera de tener hueco para poder salir como nazarenos en la estación de penitencia. Estos hermanos podrían ser invitados a algún acto de oración y culto en la víspera de la salida en cercanía con los sagrados titulares, lo mismo que ofrecerles un lugar reservado para contemplar la salida o entrada de la cofradía. Participarían con preferencia en traslados, vía crucis u otros cultos externos que se celebren. Y en los demás cultos y actos que la hermandad realice durante el año, donde suele haber sitio para todos los que acuden. La hermandad debe ayudar a que esta espera para vestirse de nazareno -al igual que ya ocurre con otras formas de participación en las cofradías: penitentes con cruces, costaleros, diputados, acólitos, auxiliares…-, sea una ocasión para consolidar y acrecentar la devoción a los titulares y la cercanía con la hermandad.
Ya se escuchan voces que advierten con valentía y claridad que no todo lo que realizan las hermandades evangeliza per se (atención a los conciertos y otros eventos llenos y a los cultos con asientos vacíos), ni que todos los que se acercan para salir de nazareno acuden movidos por la devoción a unos titulares, querencia a una hermandad u otras vinculaciones familiares o afectivas. Son, desde luego, cuestiones difíciles de calibrar y discernir, pues existe el riesgo de que paguen justos por pecadores. Pero el volumen de la masa sin forma y el consumo de experiencias cofrades sin fondo que rodea a nuestra actual Semana Santa -algo de por sí popular y abierto pero muy frágil- hace que el riesgo de la desnaturalización y pérdida del sentido y de la medida -en la parte que ya no lo esté- aumente a pasos agigantados. Escribimos esto para proteger algo que tanto queremos y que consideramos sagrado: la Semana Santa de Sevilla. Preferible cerrar el número antes que morir de éxito.
