Noche de Reyes


La salida del colegio de la calle Hornillos era una gozosa erupción de risas y gritos. Salíamos como las hormigas en cuyo agujero hurgábamos con un palo ―los niños éramos crueles sin intención y sin saberlo―. Aunque poco me diferenciaba de los demás ―iguales prisas, igual crueldad con hormigas, perros, o nidos de pájaros― yo abandonaba pronto el juego y me dejaba llevar por un irresistible impulso. Corría presuroso ―todos los días el mismo trayecto― temeroso de que el sueño alimentado con tanta fuerza pudiera esfumarse. Mi corazón latía descontrolado y solo tras llegar al escaparate de la tienda y comprobar que nada había cambiado recuperaba su ritmo normal.
Y sí, allí seguía la enorme caja abierta, mi cofre del tesoro. Sobre la tapa, el dibujo de un niño con rostro feliz que sostenía en sus manos la locomotora negra con dos finas líneas horizontales rojas en los costados. Y en un estallido cromático de verdes, amarillos y rojos, un rótulo de enormes letras: «Tren Eléctrico Payá». En la otra parte, pulcramente ordenadas, todas las piezas: las vías, la locomotora y tres vagones de color azul intenso. En el lateral de uno de ellos podía leerse: «Compañía Internacional de Coches Cama y de los Expresos Europeos».
Manos y cara apretados contra el cristal, permanecía extasiado, mirando aquella maravilla hasta que algún amigo viniera a sacarme del ensimismamiento. Jamás nadie deseó algo con mayor ahínco. Que yo supiera, no había en el pueblo niño que tuviera un tren como aquel. Si acaso, solo Félix, el hijo de don Eladio, el médico. ¿Por qué él lo puede tener y no lo voy a tener yo? ―me repetía lleno de rabia y de deseo―. Cuando finalmente me dirigía a mi casa, en la calle Quemada, me imaginaba el gozo de verlo montado y a mí mismo jugando con mis amigos. Ya no tendría que envidiar al hijo del médico, que estudiaba en un colegio interno fuera del pueblo y, durante las vacaciones, nos miraba con aires de superioridad y presumía de tener los juguetes más atractivos, los más caros y los que nunca habíamos visto en las tiendas del pueblo.
—¿Falta mucho para Reyes? —preguntaba cada día a mi madre al llegar a casa.
—¡Pues anda que no falta nada todavía! —era la respuesta—. ¿O no ves que todavía estamos a mediados de octubre?
—¿Y es verdad que los Reyes traen lo que les pida?
—A los niños que son buenos sí. Aunque, a veces, no les es posible.
—¿Y por qué no?
—Porque son muchos los juguetes que tienen que repartir y en ocasiones ni a los Reyes les alcanza el dinero para pagarlos todos.
«Menuda excusa tan tonta ―pensaba, mirando a mi madre, aunque sin pronunciar ninguna palabra― ¿Cómo los Reyes, con todo su poder, no van a ser más ricos que don Eladio, el médico, para conseguir lo que se propongan? En noviembre comencé a pensar en qué términos redactaría la carta. Gran parte de diciembre la empleé escribiendo borradores.
―¿He sido bueno, mamá? ―preguntaba ansioso cada día a mi madre.
―¡Claro que sí, cariño! ―me respondía sin dudar.
―¿Entonces, me traerán los Reyes lo que les pida?
Mi madre, cuando mis preguntas tenían difícil respuesta o no quería desilusionarme, tardaba más en contestar.
―Yo creo que sí. Pero piensa que, a veces, ni a los Reyes se les cumplen sus deseos.
¿Cómo lograr que los Reyes conocieran que había hecho todo lo posible por que me trajeran ese tren y que no era simplemente envidia porque Félix lo tuviera? Quince días me llevó encontrar las palabras y el tono adecuados para convencer a Sus Majestades. Cuando me pareció acertada, corrí a depositarla en el buzón que había en la misma tienda.
La noche del 5 de enero cumplí todo el ritual aprendido y repasé con sumo cuidado cada detalle. En el balcón ―¿por qué los Reyes no usaban la entrada normal de la casa?―, junto a los zapatos que me había esmerado en limpiar coloqué un plato con tres mantecados y tres alfajores ―pues no sabía qué les gustaría más―, tres copas de anís y un recipiente con agua para los camellos ―¿también los camellos subirían al balcón?―.
Me costó coger el sueño. El menor ruido me parecía que serían los Reyes, que me traían el tren eléctrico. Al despertar el día 6, las copas de anís estaban vacías, en el plato habían quedado dos mantecados y un alfajor y el agua había desaparecido toda. Aun así, no pude evitar sentir algo de recelo. El paquete que aparecía al lado ―se veía a leguas― era mucho más pequeño que la caja que yo veía en la tienda. Rasgué el papel con miedo y algo de rabia. Aquella caja no contenía el «Tren Eléctrico Payá» anhelado. Era una simple moto de latón a la que, además, había que dar cuerda para que se moviese. ¿Para aquello me había portado tan bien? ¿Para aquello me esmeré tanto con la carta? Me sentí tan decepcionado que decidí que no volvería a escribir a los Reyes. Total, ya era el tercer año que me dejaban lo que les daba la gana en lugar de lo que les pedía.
Licenciado en Filología Románica. Profesor en Lora del Río, Fuengirola y Málaga, donde se jubiló. Participó en experiencias y publicaciones sobre Departamentos de Orientación Escolar. Colaborador de la revista Spin Cero, galardonada en 2003 con el Reconocimiento al Mérito en el Ámbito Educativo, e impulsor de la revista-homenaje Picassiana. Editor de Todos con Proteo, publicación colectiva en favor de la Librería Proteo tras su incendio. Desde 2006 mantiene el blog La Agenda de Zalabardo.
Autor de cuentos y novelas, de las que ha publicado tres, una permanece inédita y una quinta está en proceso de creación. Reside en Málaga.