No tener cara

No tener cara resulta un ejercicio casi imposible en nuestro presente. La dictadura de las redes sociales y la necesidad de figurar de cara al público como alguien que sabe y debe opinar sobre todo lo que acontece en la actualidad han convertido el posicionamiento y la notoriedad en una cuestión primaria para cada hijo de vecino. Ahora se anhela con fervoroso empeño que nuestra ocurrencia se convierta en viral, que nuestro insulso post se comparta, que nuestra pose haga ver que sabemos de lo que hablamos. Ocurre con frecuencia en estos tiempos que los que más predican que el anonimato es un sitio confortable son los que más aspiran a conseguir la fama, que los más laureados y seguidos son los que menos tienen que aportar. 

Hasta hace una semana Carmen Mola no tenía cara, era un misterio que se dedicaba a escribir bestsellers. Los secretos, aparte de fabricar intriga, son los más efectivos creadores de expectativas. Y claro, las expectativas, al ser una construcción de nuestra propia imaginación, son muy personales. Por eso, cuando la verdad sale a la luz, uno está en su derecho de sentir la rotunda satisfacción de la pieza de puzzle que encaja o la profunda decepción de ver derruido aquello que su mente edificó. Lo que sí que me parece pueril es patalear al descubrir que la excelente narradora española en realidad son tres hombres. Resulta realmente obsceno ver como se deslegitima una obra según el sexo de los escribientes, ahí es dónde se ve como desgraciadamente el fondo ha perdido la batalla contra la forma. Ya no importa lo que se escriba, ahora importa quién lo escribe. Ya no es relevante lo que se dice, ahora prima quién lo diga. Ahora es secundario el contenido, lo que es realmente capital es que el que se exprese esté en nuestra cuerda ideológica. 

Tampoco nos vamos a engañar, todos, sin excepción, en lo primero que nos fijamos de otra persona es en su apariencia física. Eso es así, y sería absurdo culparse por ello. Lo que sí tiene delito es quedarse en la superficie y no ser capaz de ahondar en alguien interesante solo porque su aspecto, su vestuario o su poder adquisitivo no sean lo suficientemente atractivo, elegante o boyante respectivamente. Y viceversa. Ahí estaba el pobre Cyrano enamorando a Roxane desde las sombras y con otra identidad, por miedo a estropear con su pronunciada nariz lo que había conquistado con su manera de ser. Siempre es preferible destrozar con la cara lo que uno ha construido con la palabra. Los complejos son tan poderosos que tienen la capacidad de anular la virtud del válido, de silenciar al que tiene mucho que decir, de proporcionar una injusta ventaja a los mediocres. 

Mediocres y farsantes que, como he dicho antes, son los primeros que no tienen vergüenza ni reparo en pasear sus caras y ejercitar sus lenguas. Los que más tienen que callar siempre son los que más hablan. Esta semana Otegi ha aprovechado los 10 años de la derrota de su banda para ensayar una performance en la que decía arrepentirse del daño producido a las víctimas de ETA, para pocas horas después desvelar que todo no era más que otra asquerosa humillación con la que tratar de sacar a 200 asesinos de prisión. Más de 800 víctimas a las que sus seres queridos jamás volvieron a verles las caras. Caras que se les aparecerían en sueños, como esa cara que aparece de repente pintada en el cielo de Sevilla. Caras que tratarían de anclar en lo más profundo de sus cabezas, caras que descansan en los marcos de fotos de las casas. Caras que ahora piden que se olviden los que quieren que no les salga tan cara su barbarie. Hay que ser caradura. 

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Santi Gigliotti
Twitter: @santigigliotti
Fotografía: Unsplash.

 

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