No sólo sexo

Comienza a amanecer, y por la ventana entreabierta se cuelan las voces de chavales y chavalas camino del colegio. Estas voces, y el libro que tengo esta mañana entre las manos (Girls and Sex, de la autora Peggy Orenstein), me transportan a treinta años atrás, concretamente a un aula habitada por un grupo formado por treinta alumnos y alumnas de no más de doce o trece años, sentados en sus respectivos pupitres, en silencio, y con la vista clavada en la pizarra, ocupada ésta en su lado derecho por el dibujo del cuerpo desnudo de un hombre, y en su lado izquierdo por el dibujo del cuerpo desnudo de una mujer, y rodeados ambos dibujos por palabras como pene, vagina, ovario, escroto, o aquel otro nombre que me sonaba como a batalla de guerra: Trompas de Falopio.

Y esto era todo. Todo sobre educación sexual, quiero decir. Porque por aquellos años de principio de los noventa, la educación sexual en los colegios se basaba en que los niños y niñas memorizaran unas cuantas palabras, supieran al dedillo colocarlas en sus respectivos lugares ante los dibujos del cuerpo de una mujer y un hombre, y a otro tema. Algunas compañeras, las que tuvieron más suerte, fueron puestas al corriente por sus padres y madres sobre seguridad y embarazo; aunque, ahora que lo pienso, tampoco estas compañeras tuvieron lo que se podría denominar como suerte. Quizás un poco más de información, sí, pero no suerte. Porque no se puede calificar como suerte que tu padre y tu madre te hablen sobre sexo informándote sobre sus peligros (embarazo, enfermedades de transmisión sexual, violación), sin dejar el más mínimo espacio en todo su discurso para hablar sobre los sentimientos, el placer, y las relaciones.

Pero así fue nuestra educación sexual: memorizar palabras, procurar no quedar embrazada, y volver acompañada de la discoteca. ¿Ha mejorado algo la educación sexual que reciben los alumnos y alumnas hoy día en los colegios? Creo que no. Y creo que no porque Peggy Orenstein nos cuenta que un equipo de investigadores británicos realizaron entrevistas en profundidad con una muestra representativa de jóvenes de ambos sexos, descubriendo que casi todos seguían entendiendo el <<sexo>> como penetración vaginal. La estimulación del clítoris –para estos jóvenes entrevistados– podría servir o no de <<preámbulo>>, pero el acto sexual propiamente dicho empezaba con la penetración y terminaba con la eyaculación. Esta misma autora descubrió también que el placer de los chicos era tratado como <<un hecho>>, mientras que el de las chicas era <<secundario, un elemento adicional>>. Y esta regla, nos sigue informando la misma autora, se extiende más allá del coito: las chicas entrevistadas dijeron que ellas practicaban sexo oral habitualmente y que los chicos no esperaban lo contrario; pero que este favor era devuelto en raras ocasiones, y la mayoría de las chicas no cuestionaba esta asimetría. Y si esta investigación sirve para la Gran Bretaña, creo que también puede servir para nuestra bella localidad.

Los chavales y chavalas que pasaron hace un rato frente a la ventana estarán ya en el aula, sentados en sus respectivos pupitres, puede que en silencio, y puede que también con la vista clavada en la pizarra. Y yo deseo de todo corazón que por la puerta entre una maestra o maestro para hablarles sobre las diferentes partes del cuerpo humano y sobre la prevención ante los embarazos no deseados y las enfermedades de transmisión sexual, pero también sobre el placer, sobre el goce de disfrutar del sexo junto a otra persona (o personas) mediante un diálogo fluido, y una perfecta complicidad y armonía. Hacerles saber que podemos disfrutar de nosotros mismos –sin miedos, abiertos al conocimiento– y de esa otra persona que nos mira, nos atiende, y que nos invita con ella a unirnos, a fundirnos, como dicen los y las poetas, en un único ser. Porque el sexo no es sólo sexo. El sexo comienza con el respeto y prosigue con un acuerdo entre dos o más partes, pero sin diálogo no hay acuerdo posible. Sin diálogo todo queda en la dominación de una parte sobre la otra, en un cuerpo sobre otro. Y no creo que exista lugar mejor para enseñar a los y las jóvenes de hoy a dialogar y respetar (y respetarse) que un aula.

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Álvaro Jiménez Angulo            

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