
ANGOSTILLO
Marchena, 1967. Aficionado al periodismo, al arte y a la historia de nuestra tierra. En el mundo de las hermandades y la piedad popular desde hace muchos años. Lo que no se escribe, no queda.
En las casas se han guardado esta semana las túnicas, se han recogido los capirotes, se han limpiado los escudos. Se han archivado las papeletas de sitio dobladas como recuerdo. En la memoria de los miles de nazarenos se ha añadido una estación de penitencia más y un año menos por hacerla. Pasó la Semana Santa y el gran día de nuestra cofradía. La ilusión y los preparativos de la Cuaresma contrastan con la melancolía en este tiempo de Pascua. El ser nazarenos -todos somos nazarenos por definición, ya que todas las hermandades de penitencia ostentan el apelativo de “Cofradía de Nazarenos” en sus títulos- es el orgullo básico de participar en la Semana Santa. Los nazarenos ponen luz y cruz, devoción y oración, penitencia y acompañamiento a las sagradas imágenes, a las que veneran durante el año y acompañan un día en la calle. Figura muy importante, pues, pero débil en nuestra Semana Santa.
Porque el crecimiento del número de nazarenos en los últimos años en Sevilla capital ha otorgado carta de naturaleza a cuestiones como que muchos de ellos -salvando casos concretos de espacios muy reducidos de siempre- no salen de los templos junto a los pasos procesionales sino de lugares más o menos cercanos, limitándose simplemente a pasar por delante de aquellos. Y a la entrada, ni eso, entregan su cirio o cruz y tienen que desalojar el espacio. Sufren a veces una organizativa muy alejada de lo que es, o debe ser, un ejercicio piadoso, que es de lo que se trata, no de un desfile sin más desvinculados del paso con el titular al que acompañan. Esto les priva de esas oraciones previas o finales a la estación de penitencia, bien corporativas o bien personales, en torno a las imágenes de su devoción. E incluso del encuentro de grupos de familiares o de amigos revestidos de túnicas y de los abrazos entre hermanos de siempre tras la entrada de la cofradía que van construyendo el testimonio de toda una vida. No es que en momentos puntuales, quizás, puedan ser colocados en filas de a tres o cuatro, sino que muchos realizan así la mayor parte del recorrido, llevando los cirios apagados a manera de bastón para caminantes. No era este el modo sevillano de procesionar, ni mucho menos cuando los hemos visto agolpados sin orden ni concierto ocupando calles enteras a oscuras. De parones y retrasos, ya consolidados también, ni hablamos ni se habla. En aras del número y de la gestión organizativa, casi sin darnos cuenta, nos hemos ido acostumbrando a unos modos y maneras distantes de acervo común recibido.
El nazareno es la célula madre de la Semana Santa. La de antes y la de ahora. Aunque en los últimos tiempos su figura no haya estado adecuadamente centrada en el campo de visión de nuestra gran semana. Porque su crecimiento exacerbado y sin medida puede afectar, distorsionándolo, al hermoso cuerpo al que da forma, espíritu y sentimiento. No puede existir Semana Santa en la calle sin los nazarenos con sus cirios alumbrando delante o con sus cruces caminando detrás de los sagrados titulares. Con sus varas e insignias preciosas. Llevando de la mano a sus hijos o los venerables mayores que se apoyan con discreción en las últimas varas o cirios del cortejo. Tampoco sin reconocerle su papel primordial en las cofradías junto con los pasos de las imágenes sagradas. Pero sería muy conveniente que lo hagan con dignidad, con cadencia y hasta con prestancia. Y con cercanía a las imágenes que dan sustento a la oración y a la emoción. Algunas escenas que hemos visto la pasada Semana Santa y acompañan estas líneas no apuntan precisamente en esta dirección. Por todo ello no estaría de más repensar con una mirada global el porqué, el cómo y el cuánto de los nazarenos en nuestra Semana Santa.
