Muxu
Muxu.
Paseo por primera vez por calles del País Vasco. Concretamente el casco antiguo de San Sebastián, Donostia. Me detengo ante la verja de un colegio infantil. El griterío se oye desde el otro lado de la calle. Es la hora del recreo, y los zagales corretean con sus babis de un lado a otro del patio. Corren en grupo, ríen, saltan, escarban en la arena. Es fascinante observarlos funcionar sin ton ni son, como si estuvieran majareta de la cabeza, cuando en realidad se manejan bajo un razonamiento lógico, implacable y exacto. Cuando te miran con esa fijeza tan limpia, y sientes cómo se meten y escarban en tus adentros, no te queda otra que enrojecer, inseguro y confuso. Son honrados en sus juicios, sinceros y tiernos en sus afectos, firmes en sus decisiones. Son lo que los adultos decimos ser, cuando hace mucho dejamos de serlo para siempre.
El caso es que estoy aquí, ante la verja de un colegio infantil. Tras observar a los que se mueven en grupo, busco a los que van por libre, a su aire. Miro hacia aquella niña que dibuja figuras en la arena, al niño que mira atento y pensativo los barrotes de la verja, al que camina de un lado a otro muy serio y contando los pasos, a la niña que salta pisando el suelo como si aplastara cosas que sólo ella puede ver, al que expone su discurso soltando indescifrables sonidos por la boca ante un público imaginario, y me pregunto qué tendrán en ese momento en la cabeza, en qué momento de la vida dejamos a un lado esa ensoñación, esa libertad de obra y de palabra, para convertirnos en adultos razonables.
Baja las escaleras de la mano de su madre seguida por la maestra y un grupo de niñas. Cruzan el patio. Se detienen ante la cancela. Madre y profesora intercambian unas palabras en euskera. La profesora abre la cancela. Madre e hija salen. Las niñas se pegan a la verja para ver marchar a su compañera. Con la cara entre los barrotes gritan su nombre. Arantxa. Arantxa. La madre apunta con algo a un coche aparcado en doble fila y éste hace bip, bip. Arantxa se vuelve y dice adiós con la mano. Las niñas responden al saludo gritando más fuerte su nombre, Arantxa, Arantxa, y lanzando besos con la mano. Muxu. Muxu, dicen con cada beso. El coche arranca y madre e hija desaparecen al girar la esquina. La profesora intenta poner orden, pero las niñas siguen pegadas a la verja. Lanzan besos a la esquina por la que se ha ido su compañera. Muxu. Muxu.
Una de las niñas me ve al otro lado de la verja. Le sonrío. Ella me mira, seria, sin devolverme la sonrisa. ¿Qué estará buscando el españolito este? Me separo de la verja y doy media vuelta para marcharme. Hola. Doy un par de pasos. Hola, se repite a mi espalda. Me paro. Hola, hola. Me giro y siguen ahí, en la verja, pero ahora me miran a mí. Sin acercarme, les pregunto sus nombres. Arantxa está malita, responden. Va al médico. Pronto se pondrá bien y la traerán de vuelta a la escuela, les digo. Pienso en acercarme, pero ellas ya se alejan de la verja hacia el centro del patio. Forman un corro y juegan, ríen, saltan. Construyen su espacio propio, íntimo, en el que cualquier adulto está de más.
Me aparto con sigiloso respeto de la verja. Por callejuelas del casco antiguo de la ciudad me dirijo al punto en el que un coche me llevará de vuelta a Madrid. Y mientras camino, susurro esa palabra, muxu, muxu, y pienso en lo extraño que es la vida, en cómo un hombre puede volver a encontrarse con su sonrisa en un lugar en el que nunca antes ha estado.
Álvaro Jiménez Angulo
CON LA PALABRA EN LA BOCA
Lector fiel de las páginas escritas por Virginia Woolf, Dulce Chacón, Pérez Galdós, Buero Vallejo y Ramón J. Sender. Licenciado en Escenografía y Dramaturgia por las escuelas de Arte Dramático de Sevilla y Madrid respectivamente. Máster en Creación Literaria por la Universidad de Sevilla. Máster en Estudios Feministas y de Género por
la Universidad del País Vasco. Docente en Escola Superior de Arte Dramática de Galicia. Cursando estudios de doctorado en el Instituto de Investigaciones Feministas de Madrid.