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Mitologías españolas: los toros

Mitologías españolas: los toros

Hubo una época no muy lejana en que España se buscaba a tientas entre Ortega y Gasset y los Gómez Ortega, Rafael y José. Y la entraña histórica de nuestra contemporaneidad se retrataba en el ABC y se definía sin apenas matices a través de un triunvirato desigual: un rey, un obispo y un maletilla con un hatillo que iba por esos campos de Dios y del señorito formando terna con la luna y el relente.

Hace veintitantos siglos -parece que fue ayer- Aristóteles definió al hombre como un animal político. Con el devenir histórico y la mala leche que da la evolución sociocultural, lo de animal se ha sofisticado una barbaridad y, aunque en muchos pagos está maltratado y desprotegido, no se encuentra en vías de extinción. Con respecto a lo político, se ha ganado en democracia, o sea, se han reforzado y alambicado nuestras contradicciones en el difícil equilibrio entre norma y libertad, dentro de un guion de actuación intrigante y camastrón en las polis que no conocen ni las madres que las parieron.

La progresía andante de las equidades antaño era aperturista, hogaño, es abolicionista y está imbuida de un franciscanismo heterodoxo. Hermano toro. Hermana pela. Hermano planeta. Hermanastra España. Ha pasado sin trauma alguno del prohibido prohibir al prohibido no prohibir.

En esta vieja piel de toro se ha instaurado un nueva exotiquez de raíz burguesa y urbana, no sé si muy creíble, que no está basada en la romántica evasión espacial o temporal, sino en la humanización de los animales y en la animalización de la libertad. Exotismo del pasmo, que no de Triana. Los sentimientos son bovinos y la razón una presa depredada. Las emociones pacen y el raciocinio se pasa la temporada convaleciente por culpa de las cornadas arbitrarias. Los linces sufren porque son pocos y desvalidos. Los pajarillos cantan y no tienen derechos de autor. Hasta la fauna empieza a tener serios problemas identitarios. Quieren culturizar la naturaleza. Alienar lo que permanece inalienable. No caen en la cuenta de que ya tenemos suficiente con que estemos alienados los animales políticos.

Aceptamos la vida con unas reglas, con un código de honor, que se cierra de lealtad en un anillo de albero como si fuera una alianza matrimonial. La Tabla Redonda del Rey Arturo a lo Cúchares. Aceptamos que la parca en cualquier momento del gozoso vivir puede dibujar con un derrote su trazo hondo en una femoral. Estoicismo senequista con manoletina incluida. Estoicismo machadiano con la gracia del barrio de San Bernardo. Córdoba y Sevilla, que por antiguas son sabias, que por sabias flotan en el tiempo. Aceptamos que la cadena de la naturaleza comienza con los animales de consumo en sus ecosistemas y en sus mataderos, continúa con el hombre devorador y opulento y termina sublimemente, como una estampa mitológica, con el toro bravo en su dehesa. Pensamos que hay física, química, lógica, historia, literatura, filosofía y un tajo crudo de españolidad en la ciencia de Cossío. Creemos en el vuelo estético de la muerte, esa misma que a diario se arrastra desaliñada por tanatorios y monterías.

Por esto mismo, entre otros motivos, Federico García Lorca llegó a concluir que los toros son la fiesta más culta que hay en el mundo. Una ética para la vida, el indefectible aroma rojo de la muerte, y en medio, como bálsamo y amortiguador de ambas, el arte. La tauromaquia es un rito artístico a medio camino entre la tragedia griega y una misa solemne. El Premio Nobel Octavio Paz afirmaba que rito y mito son dos realidades inseparables, es decir, lo que rompe las barreras del tiempo cronométrico o lineal. Cuando se torea de verdad se produce in situ y en vivo en los museos de los cosos un arte plástico en movimiento. Así se traduce académicamente un trincherazo de Curro Romero o una verónica de Morante de la Puebla.

Se ha puesto de moda hoy día ser antitaurino, ir contra la fiesta más culta que hay en el mundo. Y subrayo lo de fiesta culta frente a crimen y desahogo zaragatero y bárbaro, que es lo que ven los antitaurinos. La manipulación adecuada y la propaganda oportuna transforman la prestancia en ramplonería. Causa desazón comprobar cómo se articula un relato desarticulador que anula la perspectiva y la raigambre, porque lo que siempre ha estado de moda en este país es la incultura, la zafiedad y la falta de autenticidad y de verdaderos redaños en las ideas. España es un país de posturas, sigue siendo el kamasutra ideológico reprimido de la cultura y la libertad, donde lo anti o lo pro responden a la cerrazón y la banderola, a la llamada intolerante de la postura, que en diferentes circunstancias históricas se ha instalado en el cainismo o emana directamente del hispánico pecado de la envidia.

A Lorca los paladines del dogma y la patria le provocaron la muerte más indigna. Aquel andaluz culto aniquilado por la quijada de burro, catapultó al toreo, como al flamenco, con rango cultural y como prestigioso sello distintivo de lo español. Ernest Hemingway, el ilustre escritor norteamericano, amante no de la Fiesta Nacional, sino de todas las fiestas y sus alcoholes, fue republicano en la retaguardia durante la Guerra Civil y durante el franquismo vio corridas de toros, por supuesto desde la barrera y rodeado de fotógrafos, que era su sitio-postura de divo en las plazas del Régimen. Palpen la encarnación perfecta de la eterna y penosa diferencia entre lo auténtico y las posturas e imposturas a las que están invitados a España nativos y extranjeros. Los españolitos de a pie y los aéreos en muchas ocasiones y en cualquier campo o ámbito somos un vistoso catálogo de fariseos y filisteos. Pervertimos la identidad en zaragata o entretenimiento comerciable y no nos sonrojamos. País este de tradicionales ejercicios espirituales que en el fondo son más bien interesados y profundos ejercicios posturales.

Lo confieso, me apasiona el léxico añejo de Castilla y algunas tardes me hiero como un crepúsculo al leer en catalán los versos de Ausiàs March. En el horizonte se divisa como un mito reencarnado el toro de Osborne.

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Francis López Guerrero

 

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