El misterio de la carretera de Sintra, de Eça de Queirós y Ramalho Ortigão

Barcelona, Acantilado, 2011.
Traducción de Carmen Martín Gaite.

Buenos y misteriosos días.

Como saben los lectores, una de las mejores formas de elegir lecturas —muchos son los libros y pocos los años disponibles— es leer novelas ya seleccionadas por ese crítico implacable que es el paso del tiempo.

¿Quién se acuerda ahora, por ejemplo, de La casa de la Troya (1915), de Alejandro Pérez Lugín? Muy poca gente, los compostelanos y algún lector voraz, tan hambriento, y tan falto de comida, que es capaz de meterse entre pecho y espalda cualquier tipo de alimento. Pues esa novela, hoy día olvidada, fue un superventas en la España de las primeras décadas del siglo XX. Y así podrían ponerse infinidad de ejemplos en cualquier país en el que haya existido industria editorial: novelas que obtuvieron gran éxito de ventas pero que poco o nada añadieron a la evolución de las técnicas narrativas y, lo que es más importante, al universo emocional de los lectores, tan necesitado de alimento sustancioso. Fueron simples productos comerciales, desechables, por tanto, para un lector mínimamente selectivo.

En fin, estas reflexiones, muy obvias para casi cualquiera con un mínimo de criterio, vienen al caso porque fue en una novela de un autor español muy interesante, Gonzalo Torrente Ballester (1910-1999), donde encontré mencionada, y elogiada, la novela de hoy, escrita por José Maria Eça de Queirós (1845-1900) y José Duarte Ramalho Ortigão (1836-1915), ambos escritores portugueses de mérito, sobre todo el primero, que ha sido comparado a menudo con los mejores novelistas europeos. Su lectura había constituido uno de los lenitivos contra la soledad del desdoblado protagonista de Filomeno, a mi pesar, Ademar de Alemcastre en su versión elegante y portuguesa. Todo parecía confabularse para que no pudiera dejar de leer El misterio de la carretera de Sintra.

Y la impresión, desde luego, no ha podido ser mejor. Como dice en el prólogo Carmen Martín Gaite, los autores escribieron esta novela como «reacción contra el estancamiento del entorno». Y lo hicieron «porque eran inconscientes y audaces y porque se querían divertir», sin pensar en las consecuencias de su publicación ni en las dificultades que entraña la escritura de una novela a dos manos cuando los autores están alejados por más de ciento cincuenta kilómetros, uno en Lisboa y otro en Leiría, y no disponen de medios de comunicación rápidos con los que ponerse de acuerdo. La novela, creo que no lo he mencionado, se publicó por primera vez en 1870, durante el verano y por entregas en un periódico. Según parece, pues, cada uno escribía la siguiente entrega cuando le tocaba y a tenor de lo que el amigo había escrito en su turno anterior. A pesar de todas estas limitaciones, la lectura de la obra es extraordinariamente atractiva, siempre que uno sea amante de la literatura policiaca, sea capaz de asumir la moralidad caballeresca clásica y esté hecho, aunque sea por encima, a las convenciones de la novela folletinesca.
Los mismos autores, a los cuales resulta difícil atribuir la autoría de las distintas entregas, salvo alguna cuyo argumento resulta muy revelador —por ejemplo aquella que describe un viaje por el Mediterráneo Oriental, de características muy parecidas a uno que acababa de realizar Eça de Queirós—, aluden en la obra a esas intenciones rompedoras suyas:

«He tenido noticias de que F. y Carlos Fradique Mendes [un heterónimo de Eça de Queirós] llevan varios días recluidos en una finca de los alrededores de Lisboa, tirados en la hierba a la sombra de los árboles, tomando notas para un libro que están escribiendo en colaboración y con el que pretenden —al menos eso han prometido a la lozana Naturaleza que les rodea— terminar a puntapiés con todas las trabas que las escuelas literarias hoy en boga en Portugal se empeñan en poner para amordazar el libre curso del espíritu y la imaginación» (Pág. 365).

No sé a ustedes, pero a mí, estas líneas, de una gran modernidad para la época, me recuerdan los manifiestos que décadas después usarían los creadores de los movimientos artísticos vanguardistas. Y no sólo se adelantan los autores con esta obra a ese tipo de manifiestos. También lo hacen, y esto ya ha sido observado por muchos comentaristas, a la difusión de una obra de ficción como real, a la intención lúdica, y esclarecedora del poder de los medios de comunicación, que tuvieron los que en 1938 aterrorizaron a los neoyorquinos más ingenuos haciéndoles creer en una invasión extraterrestre gracias a la pícara dramatización en la radio que, entre otros, realizó Orson Welles de La guerra de los mundos, obra de Herbert George Wells. Casi setenta años antes, estos dos jóvenes autores portugueses, hartos del inmovilismo y la apatía de la sociedad lisboeta de la época, crean una ficción con visos de completa realidad, un relato absorbente, creído a pies juntillas por los lectores más desprevenidos y cándidos del Diário de notícias, el periódico lisboeta donde se publicaban las entregas. Tanto fue así que, según parece, hubo muchos que escribieron al periódico realmente preocupados, facilitando datos que podían ayudar a esclarecer el misterio que presenta la serie en su primera entrega y sirve de eficaz anzuelo para el lector, que devora, insatisfecho hasta el final, el resto de ellas. Me imagino que los autores aún se están riendo, los muy tunantes.
Una lectura muy recomendable en definitiva, sobre todo para el que tiene la lectura como un fin en sí mismo, el homo legens de Bolívar Echevarría, tan necesario para la prosperidad de esa dama, a menudo esquiva, llamada literatura.

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Víctor Espuny Rodríguez

Fotografía: Lacobrigo

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