Mirando un cuadro
La calle Roldana de Sevilla es corta y estrecha, como buena calle de centro histórico. Para el peatón ajetreado pasa desapercibida. Está al lado de la Puerta de Jerez. Comienza en San Gregorio y acaba en Deán Miranda, apenas cien metros mal contados. Esta calle humilde y solitaria tuvo el honor de albergar dos de las librerías más importantes de la ciudad: La Roldana y, sobre todo, Al-Andalus. La primera, regentada por el escritor moronense José Luis Rodríguez del Corral, fue punto de encuentro y constructivo diálogo del grupo de jóvenes intelectuales —Ignacio y Moncho Fernández Garmendia, Juan Frau y el mismo Rodríguez del Corral entre otros—creadores de Tempestas, una de las revistas independientes sevillanas de más calidad literaria de los años ochenta y noventa del siglo pasado. La Roldana estuvo abierta durante más de dos décadas. Ocupaba la esquina con San Gregorio. La segunda librería, Al-Andalus, estaba al final de Roldana, cerca ya de Deán Miranda. Era propiedad de Luis de Santiesteban, madrileño afincado en Sevilla pero refinado en Granada, donde había estudiado filosofía y teología. Al-Andalus estaba especializada también en humanidades pero destacaba por sus fondos de lenguas clásicas. El local —el original al que me refiero, no la extensión que abrió enfrente y en la misma calle con el paso de los años— era abigarrado, repleto de estanterías de madera situadas a distintos niveles y abarrotadas de libros. Los pocos trozos de muros que se adivinaban tras las estanterías se contemplaban garabateados con las firmas de escritores, artistas e intelectuales sevillanos o de paso por la ciudad. Era, junto con la Librería Padilla, entonces en la calle Laraña, uno de los venerables templos de los lectores sevillanos. Al-Andalus estuvo abierta durante más de cuarenta años. Cerró en 2015. Fue precisamente allí donde encontré la publicación que les traigo hoy.
Se trata de un libro breve, pero intenso, que hará las delicias de las personas interesadas en profundizar en el conocimiento de la obra y la vida del pintor Diego Velázquez (1599-1660), aunque a uno le quede la impresión de que su autor, José Alcalá, sólo da una pequeñísima muestra de sus saberes sobre el pintor sevillano.
El aposentador cansado y otros escritos sobre Velázquez está dividido en siete partes, cada una de ellas centrada en un tema concreto: los cambios de nombre que ha sufrido el cuadro que hoy conocemos como Los borrachos; los paralelismos existentes entre Los borrachos y Las señoritas de la calle Avinyó; la admiración que Joaquín Sorolla sentía por la obra del yerno de Pacheco; el carácter magistral de la pincelada velazqueña, libre de preciosismo y recargamiento; etc. Sin embargo, la primera de ellas es para mí la más interesante.
Titulada «El aposentador cansado», está centrada en los últimos meses de vida del pintor, cuando, en cumplimiento de sus obligaciones como miembro de la servidumbre real —en concreto en el ejercicio de su cargo de aposentador—, tuvo que viajar a Fuenterrabía, hoy Hondarribia, en la frontera con Francia. Las incomodidades del viaje, y la importancia y la exigencia de sus labores —se trataba de un encuentro al más alto nivel con las autoridades francesas—, aceleraron su muerte, que ocurrió apenas dos meses después de su vuelta a Madrid. Poco antes, seguramente en noviembre de 1659, Velázquez había pintado el retrato de Felipe Próspero, Príncipe de Asturias, que sólo sobreviviría un año al pintor. Se trata de una obra menos conocida, quizá por encontrarse en un museo austriaco.
Estas son las palabras que Alcalá dedica al retrato del chiquillo:
«Paradojas de la vida: Velázquez, tras dispensa papal por su falta de nobleza “por línea paterna y materna”, es finalmente hecho hidalgo por Felipe IV el 28 de noviembre de 1659, día de San Próspero y segundo cumpleaños de Felipe Próspero. Probablemente por estas mismas fechas pinta el retrato de este nuevo serenísimo Príncipe de Asturias. Ya no hay, como en el retrato de su antecesor Baltasar Carlos, peto de acero, bengala de general ni espada. Es interesante comparar estos dos retratos y los historiadores ya se han ocupado de ello: ahora los únicos atributos que adornan la figurita de Felipe Próspero son amuletos contra el mal de ojo y las enfermedades —¡un verdadero catálogo, eso sí!—; tampoco hay ningún enano por debajo del heredero, tan sólo una dulcísima perrita triste —a la que, según Palomino, don Diego tenía gran afecto— acompaña al niño apoyando su cabeza en el reposabrazos de un sillón frailero. Al fondo, como un lóbrego presagio, la oscuridad del viejo caserón del Alcázar amenaza con engullir al pequeño príncipe. Jamás se ha pintado, ni probablemente se vuelva a pintar como en este retrato, la tristeza de un niño de forma tan tierna y tan implacable a la vez; pero “la tristeza”, en la jerga de la germanía, era también la temida sentencia de muerte, y la ingenua mirada infantil, sin concesión alguna al sentimentalismo, presagia el fracaso definitivo, el colapso de la vida, con una intensidad aún mayor que la que brota de los demasiado humanos ojos que don Diego pintara en los últimos retratos de su padre, el cuarto Felipe de los Austrias… Todo se desmorona en España a finales de la década de los cincuenta. Velázquez está ahí». (Págs. 22 y 25).
Este retrato, en palabras del autor, está impregnado de la misma «lúcida tristeza» (pág. 22) con la que Velázquez vivió sus últimos años. El cuadro, desde luego, es impresionante. Impresionante por la indefensión que muestra el niño, solo, diminuto entre el mobiliario, sobre todo si tomamos como referencia los cortinajes y el banco que hay detrás de él, o la perrita misma, que transmite con sus ojos una tristeza capaz de sobrecoger el ánimo del observador más embrutecido. Impresionante por la cantidad de amuletos que salpican las ropas del niño, de mirada suplicante, como pidiendo que lo arranquemos de las garras de la muerte, que ya lo tiene cercado. E impresionante, además, porque la tristeza del cuadro se acentúa al compararlo con el retrato del príncipe Baltasar Carlos al que alude el señor Alcalá, pintado en otra época, más optimista tanto para el padre de los príncipes fallecidos como para el pintor que los retrataba.
Sólo me queda, desde el lugar de lector que me corresponde, agradecer su obra al señor Alcalá, que acompaña el texto con ilustraciones de su mano. Ojalá se prodigue más con sus escritos. Es este un librito delicioso, imprescindible para comprender mejor la obra velazqueña.
José Alcalá, El aposentador cansado y otros escritos sobre Velázquez, Valdemorillo, Editorial La Hoja del Monte, 2008; 111 páginas.
Imagen: El infante Felipe Próspero, Museo de Historia del Arte de Viena.
Víctor Espuny
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CUADERNO DEL SUR
(Madrid, 1961). Novelista y narrador en general, ha visto publicados también ensayos históricos y artículos periodísticos y de investigación. Poco amante de academias y universidades, se licenció en Filología Hispánica y se dedica a escribir. Cree con firmeza en los beneficios del conocimiento libre de imposiciones y en el poder de la lectura.