Menosprecio de corte


Algunos pueblos andaluces parecen organismos cansados. En ellos hay pocos estímulos y oportunidades de prosperar. Los puestos de trabajo, generalmente en la administración municipal, están contados y adjudicados hace tiempo; hay poco que hacer. Estas localidades languidecen sumidas en un pacífico duermevela, como si intentaran hacer una digestión complicada. Los jóvenes que no han podido entrar a trabajar para el ayuntamiento, erigido así como la principal fuente de empleo de la localidad, no tienen oportunidades y emigran. Esos pueblos, de sociedad completamente dependiente de la administración, de voto cautivo, están condenados al anquilosamiento. Todos conocemos alguno.
Sus emigrados, felices, llegan a ciudades llenas de atractivos: aceras anchas, zonas peatonales, parques, cines y teatros con programación todo el año, academias y universidades donde estudiar presencialmente cualquier cosa que se les ocurra, estaciones de tren con amplias conexiones, un aeropuerto, discotecas y bares incontables, librerías, bibliotecas, hospitales, comercios de cualquier cosa, personas de todos los lugares del mundo. En sus calles uno puede escuchar quince idiomas distintos en un solo día, relacionarse con personas llegadas de todos los continentes, de las islas más lejanas. En las zonas más concurridas, músicos callejeros —algunos excelentes— amenizan el paseo a cambio de casi nada, de nada en el caso de la mayoría de los paseantes. Todo eso está muy bien. Pero la ciudad posee inconvenientes de los que nadie habla y que algunos padecen. Y uno de estos inconvenientes es el ruido.
Coches de policía y ambulancias pasan por las calles a cualquier hora del día, desgarrando con sus desagradables sirenas el velo del silencio. Llegan las fiestas, y como si hubiesen hecho una promesa, los responsables instalan altavoces que multiplican por una cifra incomprensible el volumen de la música, como si solo así fuera posible disfrutar de ella, cuando a menudo resulta todo lo contrario, pues la buena música nunca será invasiva, llegará como si fuera lejana, como si dejara una pista que hubiera que seguir para llegar a su fuente. Si uno vive en ciudades levantinas, para colmo de males, con las principales fiestas llegan las mascletás, una actividad que parece ideada por alguien empeñado en soliviantar el ánimo de los amantes del silencio, perjudicar a los enfermos, alterar la vida y el equilibrio de tantos seres incapaces de relacionar ese ruido inesperado, inarmónico y violento con algo bueno, solo con una amenaza. Los que defienden esta forma de celebrar hablan de la conservación de las tradiciones, pero ya sabemos, desde que nos abriera los ojos el gran Erich Hobsbawm en La invención de la tradición, que esas tradiciones supuestamente muy antiguas son solo creaciones recientes, nacidas por la necesidad de afianzar el sentimiento de nacionalidad. Hay, no obstante, una industria y un comercio de la pirotecnia lúdica que crea riqueza y puestos de trabajo, siempre tendrá defensores.
Para los emigrados, pues, volver al pueblo y a su tranquilidad de vez en cuando resulta saludable. En el pueblo se escucha el silencio y el tiempo se estanca, remansado, como el agua en el curso bajo de un río. Uno puede estar a cinco metros de una chimenea y oír el chisporroteo del fuego mientras las agujas del reloj retardan su curso. Sales a la calle y sabes a quién te vas a encontrar en cada esquina. De hecho, ahí está. Míralo. Más encorvado desde la última vez que lo viste, con las piernas más estevadas, pero con la misma sonrisa y manteniendo la misma conversación inacabable con el vecino de siempre, el pobre, que no sabe decir no, que no quiere dejar con la palabra en la boca a su amigo parlanchín y aguanta su discurso diario sin poder meter baza. Su conversación es solo un murmullo, que se interrumpe a tu paso, para saludarte y preguntar por los tuyos. Son pequeños regalos que el pueblo tiene. Y ese silencio bienhallado, síntoma —de acuerdo—, de poca actividad económica, de poco dinamismo, siempre va a estar ahí. Algún ambicioso comerciante vende artículos de pirotecnia cuando llegan las Navidades y los irreflexivos jóvenes dicen divertirse comprándolos y rompiendo el silencio y la oscuridad de la noche. Quizá también por el día del patrón, de la patrona, pero luego vuelve el silencio propio del pueblo, ese que no faltará nunca y lo hace tan especial. Según contó el gran Indro Montanelli en su conocida Historia de los griegos, en Síbari, ciudad de la Magna Grecia, la práctica de cualquier oficio ruidoso —carpintería, albañilería, herrería, etc.— estaba prohibida a la hora de la siesta. Mira por dónde, los habitantes de los pueblos han llegado sin querer a ser auténticos sibaritas, a poseer algo que en las ciudades, donde presumen de tener de todo, no poseen ni poseerán nunca.

CUADERNO DEL SUR
(Madrid, 1961). Novelista y narrador en general, ha visto publicados también ensayos históricos y artículos periodísticos y de investigación. Poco amante de academias y universidades, se licenció en Filología Hispánica y se dedica a escribir. Cree con firmeza en los beneficios del conocimiento libre de imposiciones y en el poder de la lectura.