Memorias de un estudiante amnésico (22)

Para moverse en bicicleta en 1987 por Sevilla, o por cualquier otra ciudad que no fuese holandesa, era necesario creer firmemente en la bondad de las personas o, simplemente, ser un insensato. No había consideración. El ciclista ocupaba la posición más baja en la jerarquía de los conductores, por debajo incluso de los que manejaban isocarros o Mobilettes. No existían carriles bici ni la más mínima conciencia de los beneficios, y la necesidad, de los vehículos no contaminantes. Debías circular bien pegadito a la derecha y soportar el escape de los viejos autobuses de Tussam y los adelantamientos irrespetuosos de los conductores, que pensaban que no tenías derecho a la vida. Una población como Sevilla, tan llana, solo era ideal para la bicicleta los domingos por la mañana, cuando la ciudad, demorada, se levanta tarde y sin prisas.
El recorrido más corto entre el piso donde vivía y la facultad incluía el paso por la Avenida de la Constitución en sentido sur. Esa calle era entonces de tres carriles para el tráfico y dos aceras atestadas de peatones, los cuales debían disputar con los vehículos su derecho a circular. Exceptuados los restos islámicos, las piedras más antiguas de la Catedral son las situadas en su ángulo sudoeste, a unos cuatro metros del lugar por donde pasaban cada día miles de coches y autobuses. Junto a ellas se levanta desde el siglo XV la portada del Nacimiento o de San Miguel, marco ojival de esculturas de evangelistas realizadas por Lorenzo Mercadante de Bretaña (fallecido en 1480). Hoy las vemos de buen color, pero hace treinta y tantos años presentaban un aspecto completamente enfermizo debido al escape de los vehículos: estaban sufriendo procesos químicos que las decoloraban y las volvían quebradizas. El deterioro evidente de la fachada oeste de la Catedral y de la iglesia del Sagrario fue una de las principales causas que ayudaron a los ilustres munícipes hispalenses a decretar, por fin, la peatonalización de la Avenida, aunque la calle siguió con tráfico hasta 2006.En la actualidad tampoco puedes caminar libremente por ella porque te puede atropellar un tranvía ruidoso o un patín endiablado, pero esa es otra cuestión.
Si ibas caminando, uno de los alicientes que tenía pasar por la puerta de San Miguel por la mañana temprano consistía en presenciar la primera misa que se celebraba en la Catedral, a la que estaban obligados a asistir los canónigos. Estos, ya mayores y de buenos barrigas, desfilaban desde la sacristía vestidos con su sobrepelliz y su muceta malva. Atravesaban con parsimonia la nave de la epístola e iban colocándose en su asiento del coro, donde seguían la liturgia participando con sus cantos y apoyados, la edad manda, en las socorridas misericordias. Contemplar aquel espectáculo era asistir a una ceremonia conservada con pocas variaciones durante generaciones. Era como convertirte de repente en tu tatarabuela, tener sus mismos ojos, viajar a su tiempo, experimentar las mismas sensaciones de aquellas buenas mujeres, poseedoras de una fe sincera.
Y ahora voy a mi primer día de facultad, que me pierden las digresiones.
Aquella mañana de octubre de 1987 entré en el recinto de la Fábrica de Tabacos por el postigo situado en la calle doña María de Padilla, muy cerca de la calle San Fernando. Esta última, ancha y luminosa, también estaba entonces abierta al tráfico. Era tanto el que soportaba y eran tan pocas las posibilidades que los estudiantes teníamos de cruzarla con seguridad —solo existían semáforos en los dos extremos de la calle— que, poco tiempo después, alrededor de 1990, nos vimos obligados a cortarla para pedir la colocación de un semáforo en su mitad. Esta coincidía con la puerta principal del edificio, construida por el bruselense Sebastián van der Borcht en 1757 y coronada por una estatua de la Fama esculpida en piedra estepeña, figura de mujer ataviada con túnica talar, dotada de alas y portadora de un largo clarín que uno puede escuchar en las madrugadas silentes de Sevilla, que alguna hay. Para nosotros, cruzar a la otra acera de la calle San Fernando era una necesidad casi diaria para acudir a las librerías y las copisterías que la llenaban. El día del corte de tráfico no nos limitamos a sentarnos en el pavimento: alguien había traído un balón de fútbol y nos pusimos a jugar un partido en mitad de la calle. Cuando conocieron nuestras justas reivindicaciones, y al ver que el corte iba para largo, los conductores dejaron de insultarnos y tocar el claxon y se convirtieron en espectadores del partido. Fue una sensación única.
Como decía —me he vuelto a ir por las ramas—, entré en el recinto por el postigo mencionado, dejé a mi izquierda el edificio de la antigua prisión de la Real Fábrica de Tabacos, recorrí los jardines—donde crecen, perfectamente aclimatados, soberbios nogales canadienses— y entré por la puerta de Geografía e Historia. Até la bicicleta y subí las escaleras monumentales situadas a la derecha del vestíbulo, coronadas, como las demás, por complicadas yeserías barrocas. Una vez arriba torcí a la izquierda y desemboqué en el extremo de uno de los inacabables pasillos del edificio, justo enfrente del aula magna de Filología. A unos ochenta metros, y a la derecha, estaba la puerta de aula de primero. Cerca de ella, la mayoría fumando como si no hubiera mañana —rara era la persona joven que no lo hacía entonces—, se encontraba un grupo de estudiantes que fue disolviéndose y desapareciendo en el interior del aula conforme me aproximaba. Me habían confundido con el profesor de Lingüística General, a quien todos esperábamos y ninguno conocía. No recuerdo qué aspecto llevaba ese día, pero sería formal, y las canas, que comenzaban a salirme, completaban la caracterización.
El pasillo se había quedado vacío. Me detuve un instante en el umbral del aula y miré hacia el interior: la gran estancia, capaz para más de doscientas personas, se hallaba repleta de estudiantes que me contemplaban expectantes. ¿Qué hacer?
(Continuará).
La fotografía de la portada principal del edificio de la Real Fábrica de Tabacos proviene de us.es. Los datos relativos a la estatua de la fama han sido obtenidos del título Universidad de Sevilla. Patrimonio monumental y artístico, obra colectiva publicada en 1986 por el Servicio de Publicaciones de la Universidad de Sevilla.
Víctor Espuny