Memorias de un estudiante amnésico (21)

Al volver de Irlanda pensé que mi vida necesitaba un giro radical y decidí anular la prorroga que tenía por estudios e irme a la mili. Allí estuve un año, exactamente en Tenerife. Durante ese tiempo, alejado de casa de mis padres una vez más, aproveché para leer todo lo que encontré sobre historia, me aficioné definitivamente a ella. En el cuartel, sito en el cerro de La Mina, junto a San Cristóbal de la Laguna —desde algunas garitas contemplábamos el aeropuerto de Los Rodeos, desde otras el mar—, existía una biblioteca y me hice amigo, luego ayudante, del bibliotecario, Gabriel, un navarro afincado en Madrid y licenciado en derecho. Hombre generoso, de constitución fuerte aunque un poco grueso, lo pasó mal en Infantería, donde la norma para él, impuesta por los mandos, fue hacer paso ligero en los ratos libres; así lograron que adelgazara treinta kilos. Durante aquel año el tiempo pasó de manera rápida y trepidante mientras adquiríamos saberes que espero no tener que usar nunca, como aquellos impartidos en la materia denominada «Eliminación de Centinelas». También aprendimos técnicas de supervivencia y, sobre todo, comprendimos que nuestro cuerpo y nuestra mente son capaces de resistir cualquier presión venida de fuera. Vivimos situaciones límite y aprendimos el valor de la serenidad y el autocontrol. La mili no fue tiempo perdido, como algunos dicen.

De vuelta a Osuna, en enero de 1984, seguía sin ver claro qué hacer y decidí ponerme a trabajar en el negocio familiar, una posibilidad que siempre había estado ahí. Aquel tampoco fue tiempo perdido porque me sirvió para confirmar lo que realmente quería hacer, dedicarme al mundo de las humanidades. Por motivos de trabajo, durante los dos años siguientes viajé por España y tuve muchas experiencias que ahora no vienen al caso. Algunas sí. En Huete (Cuenca), un pueblo de larga historia y, entonces, de 2.600 habitantes —hoy son 1.700, se muere—, conocí a un señor que vivía en las ruinas de un monasterio, en la parte de la sacristía de la iglesia, la mejor conservada. Bien abrigado, la temperatura en su vivienda era gélida, me recibía por las tardes y me enseñaba documentos redactados en la complicada letra de los escribientes del siglo XVII mientras elucubraba sobre la manera que la historia había unido desde siempre Osuna y Heute, pues a muy pocos kilómetros de la población conquense se halló el señorío de Estremera y Valdaracete, propiedad de los Téllez-Girón desde la asunción del ducado del Infantado. Aquel hombre era de edad indefinible, algunos decían que pasaba de los ochenta, y vivía sin merma para su salud en el lugar más inhóspito que pueda imaginarse si excluimos la lejana Alaska. Cierro los ojos y aún lo contemplo perorando sobre los hermanos Pedro Girón y Juan Pacheco mientras sale de su boca un vaho denso y helador y nos rodea una penumbra sembrada de inquietantes resonancias fantasmales. Había que tener valor para vivir allí.

En 1986 me di cuenta de la necesidad imperiosa que tenía de escribir y, no sé por qué torcido camino, pensé que una licenciatura en Filología Hispánica podría ayudarme a hacerlo. Estaba a punto de cumplir veinticinco años, mis sienes comenzaban a encanecer, y no tenía aprobada la selectividad. Me puse a ello completamente en serio. Busqué en Sevilla un lugar donde prepararme y me recomendaron la Academia Claustro, situada entonces en la calle O’Donnell. La entrada no fue buena. La persona que me atendió me dijo que después de no sé cuántos años sin estudiar aprobar la selectividad iba a ser poco menos que imposible. Imagino que tanteaba mi voluntad. Lo más complicado fue el latín, lo recuerdo bien. Para conseguir aprobarlo busqué un profesor extra, un estudiante de Filología Clásica que me puso a traducir como si no hubiera mañana. El viejo diccionario Vox heredado de mis hermanos me acompañaba como los cigarrillos, a todos lados, y poco a poco conseguí que aquellos textos incomprensibles se ordenaran y cobraran sentido. Aún hoy, a pesar de haber perdido mucha práctica, disfruto ante cualquier inscripción en latín, intentando que cobre vida. En esa lengua, hoy vilipendiada por los que tienen olvidadas las necesidades del alma, concepto que incluso encaja mal en la era tecnológica —¿el alma sería parte del software, verdad?—, se encuentran expresadas nuestras raíces culturales más fuertes, las mediterráneas. La educación de la juventud, tal como está planteada ahora, nos encamina hacia el suicidio cultural. Estas reflexiones, tan amargas, son inevitables: tenemos que ser críticos con la deriva que llevamos por la defectuosa formación del córtex prefrontal que produce el uso de la tecnología desde la infancia. En román paladino: nos están hurtando la capacidad de pensar y ser nosotros mismos.

Aprobé por fin la selectividad —esta vez me examiné bajo la atenta mirada de don Juan Téllez-Girón, doña María de la Cueva y las decenas de «Varones Ilustres» que les acompañan—y me dispuse a entrar en la facultad de Filología sevillana. Llegaba a sus puertas después de haber recorrido miles y miles de kilómetros, haber disfrutado como nadie y haber descendido a más infiernos de los deseados, islas tenebrosas que forman parte de la odisea de vivir.

 

(Continuará).

 

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Vista de Huete (turismocastillalamancha.es).

 

Víctor Espuny

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