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Memorias de un estudiante amnésico (19)

Memorias de un estudiante amnésico (19)

Como se ha ido viendo en los capítulos anteriores, la preparación que llevaba a la prueba de selectividad era escasa, más bien nula. La noche anterior al examen la pasé con un amigo bebiendo cerveza en un bar llamado El 17 o El 21, no recuerdo bien. Mi amigo también se presentaba a la selectividad aquel junio de 1981 y los dos pensábamos que un bar con ese nombre solo podía traernos suerte. A mí me trajo suerte, sí, pero mala: mi calificación definitiva, equivalente a la media entre la nota media del expediente —6,69— y la nota de selectividad —0,2—, fue de 3,5. No podía esperar otra cosa. Mi amigo aprobó con holgura.

Al comienzo del curso siguiente, una vez más fui empaquetado y mandado al extranjero, esta vez a Dublín. Allí iba a asistir a clases para preparar la selectividad. Volé no me acuerdo cómo ni desde donde y aterricé en una tierra de un verde invasivo y donde las atlánticas mareas descubrían cada día kilómetros cuadrados de arena a la curiosidad de los ociosos y felices paseantes. En el aeropuerto me esperaba una persona joven que me acompañó a la casa donde iba a vivir. Allí fui presentado a la familia anfitriona. El padre, Paul, era un hombre de cuarenta años, piel muy blanca, buenas patillas y pelo castaño y rizado peinado con raya muy cerca de la oreja izquierda. Era empleado cualificado de la Guinness, un hombre muy simpático con el que descubrí todos los pubs de los alrededores de su casa. Allí bebíamos pintas —él de Guinness y yo de Smithwick’s— y manteníamos interminables conversaciones para mejorar mi inglés en aquellas barras de madera gastada. Paul era muy querido y bien recibido en todos los locales, pero su preferido era uno situado cerca de casa cuyo nombre no recuerdo. Estaba en la zona de Foxrock, en la parte sur de la ciudad. El camarero y él eran viejos conocidos. La nariz de Paul, cuando bebía, se ponía colorada y todo él irradiaba un atractivo bienestar. Era hablador pero sabía escuchar y nunca daba un mal consejo. La madre, Wendy, tenía más o menos la edad del marido. Era morena y de buena silueta aún; Paul, en cambio, ya tenía su buena barriga cervecera.

La cuestión de la cerveza no era menor en Irlanda. En aquella época, cuando el país aún no había dado el estirón económico de las últimas décadas, su industria era, probablemente, la más importante del país. La mayor manifestación que presencié allí, la que tuvo más eco en la prensa, fue una para protestar precisamente por la subida de su precio. La Guinness se recomendaba para estados de debilidad, para la cura de enfermedades. La gente decía que en los hospitales se la daban a los enfermos, aunque eso no puedo asegurarlo.

Paul y Wendy eran católicos practicantes y padres de cuatro hijos aún pequeños, circunstancia que les obligaba a tomar estudiantes en su casa para redondear ingresos. Vivíamos en un barrio de casas unifamiliares con un pequeño jardín y sitio de sobra para aparcar. Un día a la semana los dos se arreglaban, esperaban a una canguro y salían. Al principio no, pero cuando supieron mi afición por la música me llevaban con ellos. Cogíamos el coche y acudíamos a un bar del centro de lujoso aspecto donde el padre de Wendy era pianista titular. Sentado a un piano de cola, aquel hombre alto, educado, de más de sesenta años pero sobrado de dinamismo, interpretaba en el piano música de Jazz. Era brillante y Wendy lo adoraba: se notaba en cómo lo miraba y en cierta impaciencia expresada por Paul en su forma de beber cerveza, más compulsiva de lo habitual. Los hijos de la pareja eran aún muy pequeños y no guardo de ellos un recuerdo especial. Hoy día deben ser adultos, más o menos de la edad que tenían sus padres entonces. Posiblemente alguno sea músico.

Me había llevado la guitarra y a veces la sacaba de su funda y me ponía a tocar las cuatro cosas que sabía, pocas y dispersas. Estando en uno de esosmomentos, alguien escuchó la guitarra, llamó a la puerta y se me presentó. Se trataba de un hombre corpulento, de gafas cuadradas y sonrisa perenne que dijo llamarse Cristóbal Martínez y ser logroñés y corresponsal del Eco de Nájera. No me tomé la molestia de comprobar si la publicación en realidad existía, pero Cristóbal, antiguo residente en aquella casa y aquel día de visita a la familia, tenía coche —un R-4 rojo—, amaba la literatura y conocía la ciudad.

 

(Continuará).

 

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Interior de The Long Hall, en funcionamiento desde 1766. Su aspecto actual data de 1881. (Fotografía de irelandbeforeyoudie.com).

 

Víctor Espuny


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