Memorias de un estudiante amnésico (18)
Tenía por delante un año entero para una asignatura, vitalidad y unos cuantos amigos. En el Instituto parábamos lo imprescindible. Nos veíamos en el aparcamiento y desde allí continuábamos nuestra humilde odisea por los lugares de la comarca adonde el viejo seíta nos pudiera llevar. Era una época aquella en la que el uso de cinturón aún no era obligatorio, no existían radares para controlar la velocidad —innecesarios en nuestro caso (íbamos a paso de tortuga)— y apenas encontrabas controles de alcoholemia. Libertad, divino tesoro. Las noches de los fines de semana nos movíamos por las discotecas de Aguadulce y Estepa, puestas de moda, puntos de atracción de cualquiera que quisiera divertirse. En Osuna teníamos la discoteca Sagitario. Esta había sido montada por Antonio Jiménez en los sótanos del Teatro Álvarez Quintero, coincidentes, por mera cuestión de horizontalidad y posición, con la planta baja del Casino, propietario entonces del edificio del teatro. Años después, la discoteca tendría acceso desde el mismo Casino y este sería su gestor, pero entonces eran edificios independientes.
A la discoteca Sagitario se entraba por la misma puerta del teatro, situada en la calle Luis de Molina. Una vez en el vestíbulo del teatro, espacio amplio y despejado de planta rectangular, había distintas opciones. A la izquierda se abría la puerta de la escalera que llevaba a la cabina del proyeccionista, el sanctasanctórum de las antiguas salas de cine, territorio privado del proyeccionista; al frente se abrían los accesos al patio de butacas, la platea o el gallinero; y a la derecha, por fin, en el ángulo más alejado de la entrada, se ofrecía la puerta de la discoteca. Allí se iniciaba una escalera que descendía hacia el sótano. La decoración, muy dispersa en el descomunal vestíbulo ya superado, se convertía ahora en protagonista. El suelo estaba recubierto de losas azul marino y las paredes tapizadas con el mismo color. A mitad de la escalera, a la izquierda según se bajaba, en una repisa de obra ancha y larga, peces de colores y formas llamativas nadaban en un acuario bien iluminado; eran solo una visión fugaz mientras descendías hacia tu destino. Acabada la escalera, a la izquierda estaba el guardarropa, servido por alguien en exclusiva los días de más afluencia en invierno y por el camarero los días de diario. La barra se encontraba a continuación del guardarropa. Era amplia, pero los días de más público el espacio de los clientes se colapsaba por la existencia de un muro bajo que lo separaba del resto del local. Exceptuada la barra, la luz, proveniente de apliques en las paredes, era de muy poca intensidad ycreabaun ambiente íntimo y cálido. Por toda la discoteca había diseminados espacios formados por dos asientos dobles, de alto respaldoy enfrentados, con una mesa baja entre ellos para dejar vasos y ceniceros. Al fondo, en el ángulo contrario al guardarropa siguiendo la diagonal, junto a la escalera que llevaba a la salida de emergencias —una puerta que se abría a la cuesta del Mesón—, estaba la cabina del pinchadiscos. Esta era pequeña, de apenas un par de metros cuadrados, con ventana a la pista de baile. En su techo lucía, brillante, otra pecera, la misma que los jóvenes sentados en esta escalera, sin paso en circunstancias normales, contemplaban, en ocasiones con arrobo. En ella nadaban ejemplares de peces arcoíris, ángel y gourami, animales tranquilos, majestuosos, ajenos en apariencia a la música, las luces y el trajín del público. Ante la escalera había un espacio de unos pocos metros cuadrados con un sillón doble y, justo delante, la pista de baile. Esta era cuadrada y pequeña, lo suficiente para parecer siempre animada. En esa discoteca pasábamos los estudiantes de entonces la mayor parte del tiempo. Era nuestra escuela.
Cuando llegaba el verano se organizaba un campeonato de futbito que se jugaba en el poli, en la parte alta, un campeonato y al que acudía el pueblo en masa. El público mayor aliviaba el calor bebiendo tintos de verano y viendo correr detrás de la pelota a los jóvenes, que sudábamos como si estuviéramos dentro de una sauna. Y cuando digo que acudía todo el pueblo no exagero.
Otro de nuestros lugares de reunión era el Boni. Aquel bar se encontraba en los bajos de un edificio de pisos construido pocos años antes. Con muy buen criterio, el constructor había dedicado a local de hotelería el ángulo que miraba al norte y a poniente. Tenía una amplia terraza y en ella una morera bien crecida que daba sombra y frescor. Sentado en esa terraza, o desde el interior a través de las amplias ventanas, se disfrutaba de los impresionantes atardeceres ursaonenses, esos momentos mágicos cuyo reflejo exigen del pintor la paleta entera. Nada más abrirse, el local se convirtió en uno de los principales puntos de reunión de los jóvenes del pueblo, y hoy, aunque muy transformado, sigue siéndolo. Más o menos por esa época pasó a manos de un empresario local vital e imaginativo que supo darle un aire atractivo. Hablo de Francisco Jaldón, Paco Jaldón, que con su simpatía y su saber estar creaba un ambiente muy agradable para las tardes de domingo. Su personalidad, libre, dejó huella en un pueblo necesitado de progreso y apertura mental.
En aquel curso, muy entretenido con tanta diversión, acabé aprobando mi asignatura, Historia del Mundo Contemporáneo, en junio y en un examen oral que el profesor calificó con evidente benevolencia. Bachillerato y COU pasaban al fin a la historia; ahora tenía que enfrentarme a la prueba de selectividad, uno de los trabajos de Hércules.
(Continuará).
Puesta de sol en Osuna. (Foto del autor del texto).
Víctor Espuny
CUADERNO DEL SUR
(Madrid, 1961). Novelista y narrador en general, ha visto publicados también ensayos históricos y artículos periodísticos y de investigación. Poco amante de academias y universidades, se licenció en Filología Hispánica y se dedica a escribir. Cree con firmeza en los beneficios del conocimiento libre de imposiciones y en el poder de la lectura.