Memorias de un estudiante amnésico (15)

En el verano de 1979 los estudios no me importaban. Estaba en otras cosas, en la resolución de cuestiones personales que requerían de toda mi atención, las mismas que hoy considero nimiedades pero entonces me parecían irresolubles. El lector sabe cómo es la adolescencia, qué falto de autoconocimiento se encuentra uno. Ya fuera por ese estado de confusión, o por el recuerdo del verano anterior en Campillos, mis padres volvieron a mandarme de viaje.

Un DC-9 de Iberia despegó del aeropuerto de Sevilla llevando dentro a este que les escribe y a otro centenar de posibles víctimas de un accidente aéreo, improbable pero mortal de necesidad. Fue una mañana luminosa de junio. El aeropuerto sevillano, libre todavía de la fiebre de viajar sin ton ni son que padecemos —apenas para posturear en las redes sociales—, era entonces un lugar de proporciones humanas, con una terminal pequeña donde todos se conocían. No existían fingers, pasarelas, mangas o túneles, ni siquiera hacían falta autobuses. El trayecto hasta el avión, detenido a unas decenas de metros del edificio, se hacía a pie y al aire libre, como en un aeropuerto amable, casi de juguete. Ya en tu asiento disfrutabas de espacio para mover las piernas y no sufrías de aplastamiento o incomodidad suprema si tenías a los dos lados personas muy corpulentas. Volar en aquella época, libre de remordimientos en una conciencia ecológica aún inexistente —sin conocer todavía el concepto de huella de carbono—, podía resultar hasta agradable.

Horas después aterrizamos en el Niza. Allí busqué un medio de transporte y a media tarde llegué a la sede del Club Mediterranée de Cap d’Ail, localidad fronteriza con el principado de Mónaco. Aquella residencia, una especie de camping confortable, estaba situada junto a la Cornisa Media —la Corniche Moyenne—, una de las tres carreteras que recorren a diferentes alturas la porción más montañosa de la costa compartida por Francia y Mónaco. El accidente mortal de Grace Kelly ocurrió a muy pocos kilómetros de allí, en una de las endiabladas curvas de aquellas carreteras.

Las instalaciones se extendían por un terreno en pendiente situado muy cerca del mar: en menos de cinco minutos, y por senderos bordeados de pinos, se bajaba hasta una cala de aguas transparentes. En el terreno ocupado por el club se alzaba un edificio de un par de pisos situado junto a la entrada y, descendiendo por un ancho camino de tierra apelmazada, un número difícil de determinar de cabañas de dos plazas. Entre cabaña y cabaña había varias decenas de metros y vegetación abundante. Los cuartos de baño y las duchas se encontraban en un edificio situado más o menos en el centro del espacio ocupado por las cabañas. Aquello era una especie de campamento de verano para adultos donde se impartían clases de francés si uno las buscaba. Había también un bar bien acondicionado, con pista de baile y terraza, y un auditorio semicircular construido aprovechando el desnivel del terreno. Su escenario se levantaba dando la espalda a levante y al mar, de manera que los espectadores contemplaban la función mirando al Mediterráneo. Las imágenes de aquel escenario en el momento de salir la luna llena, grande y luminosa, extendiendo ante ella su alfombra plateada permanecerán en la memoria de todos los espectadores de aquellas funciones. Por él pasaron varias jóvenes orquestas europeas, que actuaban como pago por su estancia en el club. Al placer estético o intelectual producido por la función de teatro, el recital o el concierto se sumaba el goce generado por la contemplación del paisaje. ¿Imaginan un auditorio similar en Osuna, donde se contemplara desde la grada, por encima del escenario, el conjunto de la Universidad, la Torre de la Merced y la Colegiata iluminadas?

En aquel camping había personas de todos los países. Mi compañero de cabaña era escocés, un muchacho muy educado, silencioso y casi abstemio. Tuve una suerte inmensa con él. Y también con otras cosas. La misma tarde de mi llegada, al entrar en el bar, donde pinchaba discos un chaval mejicano, oí que me llamaban. Fue volverme y encontrarme a dos de mis compañeros de habitación del verano anterior en Campillos. Se trataba de Iñaqui y Pedro, vitoriano y madrileño, dos jóvenes amantes de cualquier cosa menos de las clases de francés. A partir de entonces, es decir, durante todo el mes, dormí una media de cuatro horas. Nos bañábamos en el mar por la noche, cuando el agua tiene mejor temperatura y uno puede fantasear con invisibles monstruos marinos. La arena de la playa, al salir del agua, aún estaba tibia y, con luna nueva, cientos de estrellas tiritaban en el firmamento, como si necesitasen ser abrazadas para entrar en calor. Una de las «hazañas» que recuerdo fue nuestra ascensión por su cara este al Tête de Chien, la montaña más alta de la zona, que acabé realizando solo porque todos los demás se me fueron rajando mientras subíamos. Las mañanas de los sábados jugábamos con bolas metálicas enormes en pueblos del interior, donde la petanca estaba considerado un rito sagrado y los ancianos miraban a los jóvenes con añoranza de la fuerza y el pulso perdidos. Conocí personas de todo el mundo, unidas por la lengua francesa y las ganas de pasarlo bien.

Los libros de texto y las clases eran invisibles, quedaban lejos, allá por septiembre.

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(Continuará).

Imagen de la costa de Cap d’Ail (handpichedriviera.com).

Víctor Espuny.

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