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Memorias de un estudiante amnésico (14)

Memorias de un estudiante amnésico (14)

El curso 78/79 se presentaba poco prometedor en cuanto a resultados académicos. El signo de mi vida parecía haber cambiado. El cielo de la infancia, en general despejado, dominado por un sol brillante, se llenaba de nubarrones grises, casi negros, anunciadores de tormenta.

Pero antes de volver a Portaceli, y antes, por supuesto, de los exámenes de septiembre, pasé unas cuantas semanas en el colegio San José de Campillos, célebre por su disciplina. Mis padres, buscando mi bien, cambiaban de estrategia. Si el verano anterior había transcurrido en París y con una libertad absoluta de horarios y movimientos, ahora el verano se me presentaba recluido en las afueras de un pueblo de apenas ocho mil habitantes y en un internado donde los alumnos estaban sujetos a todo tipo de reglas y coerciones. A aquello le llamaban el colegio nuevo. Se trataba de un recinto de varias hectáreas rodeado de un muro de más de cuatro metros, infranqueable. En uno de los extremos del terreno se alzaban los edificios principales: administración, comedor, dormitorios y aulas. El comedor se hallaba, si no recuerdo mal, en los bajos de uno de los dormitorios, situados en edificios de cinco plantas. Estos estaban distribuidos en habitaciones de cuatro estudiantes en dos literas con un cuarto baño completo a su disposición. Leo en internet que hoy día el colegio es mixto y cuenta con una piscina olímpica entre sus instalaciones. Entonces todo eso era impensable.

Había estudiantes de toda España, cientos de ellos, lo mejorcito de cada casa. A los que teníamos cinco suspensos o más nos levantaban a las cinco de la mañana y nos llevaban a un «estudio», un aula donde teníamos que permanecer sentados y estudiando hasta la hora del desayuno y vigilados por un inspector, denominación que recibían los vigilantes en el colegio. Entre estos recuerdo a un señor que apodábamos «mandíbulas», de fisonomía parecida a la de «Josechu, el vasco», el personaje del TBO, de mandíbula inferior poderosa y brazos hipertrofiados. Este usaba una curiosa técnica para mantenernos quietos en las habitaciones por las noches. Se colocaba junto a la fuente metálica situada en el centro del pasillo que cada planta tenía, sentado. Se quitaba la correa del pantalón, de recio cuero, y la doblaba por la mitad uniendo los dos cabos. Luego sostenía uno de los extremos de la correa doblada en cada mano y tras acercarlas, formando comba en la correa, las separaba con mucha fuerza, logrando que la correa restallara como si estuviera azotando a alguien mientras imitaba la voz quejosa de un interno. Hasta que uno de nosotros se atrevió a recorrer todo el pasillo y observar qué pasaba no pudimos dormirnos: no sé si aquel señor andaba muy bien del tejado. En los estudios de madrugada aprendí a esconder bajo el libro de texto la novela que leía en ese momento y a realizar movimientos lentos, indetectables, para ocultarla cuando el inspector se acercaba. Con los años adaptaría esa técnica a mesas escritorio de madera con cajones centrales, los cuales a veces había que lubricar con jabón para que corrieran de manera conveniente. Las ficciones siempre han sido formas de evasión, ayudas para vivir.

Del colegio de Campillos logré salir mucho antes de lo previsto dejando de comer: me tomaba el café con leche y la tostada del desayuno y aguantaba estoicamente el resto del día en ayunas. Siempre he sido muy cabezota. Mi madre, pobrecita, cuando vio cómo había adelgazado convenció a mi padre para que me sacara de allí.

De nuevo en Portaceli, me matriculé por fin en letras, aunque no estaba muy por la labor: leía, sí, pero de estudiar más bien poco. Entre los profesores de aquel año recuerdo sobre todo a Rafael Utrera Macías; tenía el mismo apellido que José Macías, el director de Campillos, pero poco que ver con él. Rafael Utrera nos daba Lengua Española y Literatura. Era de pelo moreno, delgado, de ojos negros con largas pestañas. En 1978 debía tener treinta y pocos años. Solía vestir traje y corbata pero su clásico atuendo se avenía mal con la contemporaneidad de su pensamiento y sus inclinaciones. Era un apasionado del cine y del estudio de sus relaciones con la literatura, y nos animaba continuamente a leer y a ver películas de calidad.

Aquel curso, sin embargo, lo recuerdo sobre todo como el del descubrimiento de Sevilla. Alejado del colegio, junto a dos compañeros amantes también del aire libre y la libertad de horarios, pasábamos las mañanas y parte de las tardes en los parques. El clima sevillano, con un otoño que es primavera, un invierno inexistente y una primavera embriagadora desde que el naranjo y la jacaranda florecen, dificulta la sujeción de los jóvenes a los pupitres, sentidos, a esa edad, como potros de tortura. Y allá que íbamos los tres, con nuestras guitarras, a pasar el día en la plaza de doña Elvira, el Jardín de las Delicias, el monte Gurugú o los antiguos Jardines de Chapina, uno de los parques más bonitos y alegres de Sevilla, una ensenada fluvial llena de juncos y patos rodeada por una ribera en forma de U. Hasta allí, hasta su prado, perfecto para jugar al fútbol, hasta sus bancos y arboledas, venían los jóvenes hispalenses, seguros de encontrar un espacio libre de la vigilancia de adultos demasiado severos. En la otra orilla de la ensenada, la de Triana, las compañías de teatro más innovadoras de Sevilla tenían sus locales de ensayo y algunos pintores y artesanos sus estudios y talleres; esos jardines, idílicos, deliciosos, desaparecieron cuando la longitud de la dársena del río se amplió con vistas a la construcción de la Expo. De ellos solo queda el recuerdo.

El rock andaluz vivía sus años más creativos con la ayuda de Gonzalo García Pelayo y otros representantes talentosos. En cualquier sitio encontrabas a alguien que te enseñaba acordes de Smash, de Veneno, de Triana, de Imán (Califato Independiente). La música se vivía en las calles, en cualquier lugar se improvisaba. Éramos felices como perdices, fugitivos, libres. Nuestras calificaciones eran desastrosas, por supuesto, pero a ninguno de nosotros parecían importarles. Con el panorama que había en Sevilla en la segunda mitad de los años setenta, estar metido en las clases traduciendo a Herodoto parecía una insensatez. Y así me fue. Me quedaron tres para septiembre, precisamente las tres optativas: Lengua Española y Literatura, Latín y Griego. Tenía que volver a repetir y eso ya no era posible en aquel colegio.

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(Continuará).

Imagen en época otoñal de los antiguos jardines de Chapina (historiasenverdedelosarbolesdelaciudad.blogspot.com).

Víctor Espuny.

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