“Hasta que la muerte os separe”, ponen fecha de caducidad –no sé si sombría o románticamente- en los casamientos y no es gratuito. Luego de mudar el pellejo, si te he visto no me acuerdo. Dice uno de los axiomas del refranero, “boda y mortaja del cielo bajan”, pero después ni una ni otra retornan a las regiones celestes con el usuario. Quiero decir, el matrimonio se contrae por imperativo mundano; una vez en el Reino de los Cielos, como por falta de consentimiento o por impotencia, la unión queda anulada, católicamente anulada. No lo digo yo, que sería poco decir, sino Cristo: “Cuando resuciten de entre los muertos, ni se casarán ni serán dadas en matrimonio” (Mc 12, 25). En papiroflexia no sé, pero en escatología concedo la última palabra al de Nazareth. Por lo tanto, si su mujer le asfixia con requerimientos inescrutables o su marido le subyuga, no se acongoje, tras la muerte, como de una úlcera, de una arruga o de una hipoteca, será liberado.
Amén de escapatoria postrera, este hecho ha de hacernos reflexionar y poner en valor lo que la institución matrimonial supone. En primer lugar, debemos desterrar cualquier tipo de romanticismo. El matrimonio, como destino real o figurado de cualquier relación sexual-amorosa –hasta de las homosexuales, fíjese-, es un contrato circunstancial, una confluencia de intereses sexuales, afectivos y reproductivos –que son la misma carta pero de distinto palo-. La relación entre el hombre y la mujer está legitimada en la procreación -quien no lo vea que se le alegre, porque su ceguera es mental y puede curarse-. Si desligásemos la relación amorosa y el sexo de su consecuencia reproductiva, estaríamos enajenándolos. Puede que el hombre concurra por apetito mientras la mujer se deja asaetear por instinto materno, sin embargo, uno y otro acaban haciéndole la cama a la vida. Es la institución matrimonial, pues, la más instintiva, refleja, animal si se quiere, que le ha sido dada a la humanidad. Así, cuando en nuestras nupcias de hoy –epicentro del mal gusto de los pretenciosos- se intercambian anillos y se derraman jarras, habríamos, por eludir el simbolismo, de poner sobre el altar un puñado de testosterona o dos o tres -algo testimonial- pares estrógenos.
Sabiendo, entonces, la naturaleza y finalidad de arrejuntar sexos opuestos, deberíamos optimizar el procedimiento. Han de abandonarse prejuicios de índole sentimental, desacralizar, al menos una brizna, el tinglado del amorío conyugal –preconyugal sobre todo, que después la cotidianidad quita muchas tonterías-. Pensar en medias naranjas, flechazos, hombre/mujer de mi vida son síntomas de puerilidad, falta de verdad, ergo, falta de amor. El amor de pareja es una construcción, no una revelación. Es más, podría llegar a amarse casi a cualquier persona si no hubiera posibilidad de elección –los matrimonios acordados no son ni antiguos ni descabellados-. Cierto que el hombre es algo menos sibarita por regla general, no obstante, en la mujer el aparente enamoramiento no es más que embelesamiento por los cromosomas del varón, mimbres que acabarán por pasar a su progenie. A la pregunta ¿me amas? Sólo hay una respuesta posible: no. Al menos no románticamente, sino como instrumentalización, medio orgánico de producir más materia orgánica. El amor cardíaco, el que hace que los chavales hagan ejercicio y las chavalas suspiren, sirve a modo de anzuelo. Tú que creías ser amante, acabas siendo madre. No pretendo hacer una crítica escéptica ni dármelas de despechado o descreído; ésta es la verdad –supongo- y por ello es más grande y laudable que las ideaciones con que publicitemos la monogamia.
¿Existe el amor entonces? Claro, y el matrimonio también lo es, aunque impuro en tanto que consagrado a la practicidad. El amor, el que justifica la existencia, ha de ser “más fuerte que la muerte”, y ya hemos visto que las relaciones no atraviesan el tamiz de la defunción, que nos desembaraza de lo superfluo –superfluo, por consiguiente, el matrimonio-. El más grande de los amores es el que se le profesa a la vida, en cuanto que abarca todo lo cognoscible e intuitivo y es obra de Dios. Sin embargo, no será tal desde el desconocimiento; sería como querer a una persona eludiendo sus defectos, sus vicios o su envejecimiento. A la realidad hay que amarla con sus rugosidades y brutalidades, que son “incontables como las estrellas del cielo”. ¿Quieres querer a tu mujer? Pues comprende que, ante todo, eres su banco de semen.
(Perdonen la rudeza de mi idea. Puede que sea demencial o desacralizadora, no lo sé; lo que nadie le quita es el ser moderadamente estúpida.)