Marea baja
Siempre hay efemérides jugosas, y esta semana también. Pero antes quiero recordar una noticia de los últimos días relativa al astronómico sueldo de un futbolista. El muchacho, obviamente, no tiene culpa de nada, no es a él a quién se puedan dirigir las posibles críticas. Los responsables somos todos por ser incapaces de sustraernos a un sistema de lavado de cerebro y acaparamiento de la atención creado para distraernos de las cuestiones que de verdad importan, el mismo sistema que nos lleva a considerar casi normal que alguien cobre más de 555 millones de euros en cuatro años —380.000 euros diarios (sí, ha leído bien)— por dar patadas a un balón o, si me apuran, por lo que sea. La afición desmesurada al futbol es algo que se crea en la infancia, cuando los adultos permiten, y los responsables de los clubes alientan, que los niños entren en los campos, lugares donde el mundo emocional infantil, tan impresionable, queda marcado para siempre. Cuesta trabajo imaginar una vida sin futbol, pero creo que no estaría de más, desde luego es posible, que se regule la entrada de los niños a los estadios. De esta forma, y en un par de décadas, se crearía un número considerable de mentes críticas que vería definitivamente inmoral e injusto que una sola persona cobre una cantidad de dinero suficiente para salvar miles de vidas en emergencias sanitarias, avanzar definitivamente en la necesaria investigación médica o paliar hambrunas de regiones enteras.
Y ahora, vayamos a la máquina del tiempo, que nos espera encendida.
El 2 de febrero de 1709, mientras España se encontraba en medio de una de sus habituales e interminables guerras, los miembros de la tripulación del corsario británico Woodes Rogers, atraídos a una isla del archipiélago chileno Juan Fernández por la luz de una hoguera, vieron salir del bosque, y entrar a la carrera en la playa, a un hombre muy delgado, vestido con pieles y medio oculto tras una barba larga y enmarañada. El hombre movía los brazos, lloraba y emitía sonidos al principio incomprensibles. Se llamaba Alexander Selkirk y llevaba cuatro años y cuatro meses completamente solo.
Existen varias versiones sobre las causas de su abandono en aquella isla despoblada y alejada de las rutas habituales de navegación, aunque casi todas coinciden en atribuirlo al desacuerdo con el capitán del barco que pilotaba, también titular de una patente de corso. A finales de 1704 habían atracado allí para hacer aguada y seguir navegando, pero el joven Serlkirk era partidario de emplear unos días en realizar reparaciones que estimaba imprescindibles: durante la vuelta del temible cabo de Hornos el barco había sufrido importantes desperfectos. A tanto llegaba la confianza en su idea que aseguró, no está claro si como farol, que preferiría quedarse en aquella isla antes que seguir la travesía. El capitán prefirió prescindir de un tripulante capaz de pensar por sí mismo y hacerle frente y decidió dejarlo en tierra con un fusil, algo de munición, un cuchillo y sus pertenencias personales. Hay versiones, menos creíbles, según las cuales Serlkirk optó por dejar el barco libremente. Fuera como fuese, se quedó allí. El barco siguió su travesía en busca del Galeón de Manila y se hundió un mes después, como había predicho el joven Serlkirk. Su historia, divulgada por los miembros de la tripulación de Woodes Rogers, autor el mismo Rogers de A Cruising Voyage Round the World —libro donde contaba lo vivido por el náufrago (que no era tal, sino abandonado)—, fue reformada por Daniel Defoe y se convirtió en uno de los mayores éxitos de la literatura de todos los tiempos: Robinson Crusoe (1719).
Sin salir de la náutica y de la cultura literaria británica, un 1 de febrero de 1811 tuvo lugar el encendido del faro de Bell Rock, prodigio de la técnica construido en un arrecife situado a dieciocho kilómetros de la costa oriental escocesa, al nordeste de Edimburgo. Fue levantado por veinticuatro hombres, al menos ese era su número al comienzo de las obras, que acudían al lugar dos veces al día, durante la marea baja, para trabajar durante dos horas, el tiempo que la mar lo permitía. Si consideramos que el barco-vivienda estaba anclado a más de cuatrocientos metros, y cubrían el trayecto a remo, la proeza aún parece mayor. Y esto solo durante la primavera y el verano: el resto del año la intensidad del oleaje hacía imposible la aproximación a los arrecifes. Las obras, a ese ritmo, duraron casi tres años. El ingeniero civil responsable de su construcción, que estuvo allí trabajando con los operarios, fue Robert Stevenson, abuelo de Robert Louis Stevenson (1850-1894), el célebre novelista, de quien ya escribí en este medio el pasado mes de septiembre.
Durante esta primera semana de febrero también se han celebrado aniversarios relativos, entre otros, a Mary Shelley, Patricia Highsmith, James Joyce, Charles Dickens y Ramón J. Sender, todos autores muy recomendables.
Imagen: Grabado de William Miller que recoge diversas etapas de la construcción del faro de Belle Rock. Se incluyó en An Account of the Bell Rock Light-House, de Robert Stevenson (Londres, 1824).
Víctor Espuny
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CUADERNO DEL SUR
(Madrid, 1961). Novelista y narrador en general, ha visto publicados también ensayos históricos y artículos periodísticos y de investigación. Poco amante de academias y universidades, se licenció en Filología Hispánica y se dedica a escribir. Cree con firmeza en los beneficios del conocimiento libre de imposiciones y en el poder de la lectura.