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Mañanitas tempraneras

Mañanitas tempraneras

El rinrín del despertador pone fin al descanso nocturno y la vida despierta a un nuevo día. El sol  dibuja con sus nacientes rayos la silueta de Las Canteras preludiando su inminente llegada. Suenan las campanas de las torres y espadañas de las iglesias llamando a los fieles a oración. La población pone pies en el suelo y da comienzo a sus tareas cotidianas.

Entre esta población  hay cientos de jóvenes que parten desde  distintos puntos de la geografía urbana, con plomo aún en los párpados, restregándose con sus puños los ojos para abrir una rendija por donde entrever el camino, se dirigen a un destino común subiendo en tropel, en su tramo final, por las calles San Cristóbal, Granada, Cueto, Alpechín, Nueva, Martos, Luis de Molina, San Antón… viniendo a desembocar en la explanada a espaldeas de la  Iglesia que es casi Catedral.

Retumban pisadas en la escalinata de acceso al vetusto e histórico edificio con olor a libros, y allí topan, estudiantes y profesores, justo al doblar la esquina, con un conocido sujeto, invisible, pero que, en números ocasiones, se hace notar con un resonante rugido y golpeando con fuerza sus rostros y pechos, conteniendo o dificultando su caminar, sacudiéndolos como para terminar de despertar sus mentes y disponerlas en la mejor manera para afrontar sus inmediatos quehaceres.

Inclinados hacia adelante, aferrándose al terreno para no ser arrastrados, consiguen doblegar la resistencia del monstruo,  franquear la esquina y cruzar el umbral de entrada al edificio. Se produce entonces el encuentro estudiantil en el patio y galerías adyacentes con fragorosa algarabía.

El alumnado se concentra en espera de la llamada a clase.  Resuena la campana y, en las aulas, dispuestas para las diferentes asignaturas, los esperan los profesores D. Alfredo Malo Zarco, D. Francisco Olid Maysounave, D. Jaime, D. Julio Corta Goicoechea, D. Cesáreo, los Sres. Delgado, Molina… (Lo siento, aquí me detiene un fallo de memoria y un “pellizco” en el recuerdo).

Se hace la quietud y el silencio en el edificio. Sólo el mesurado, aunque firme tono de  las palabras de los profesores y el de las vacilantes respuestas de los alumnos a sus preguntas, lo interrumpen tímida y quedamente.

Una hora después, la campana repite su tañido anunciando  que ha llegado el momento del ansiado  descanso y cambio de actividad. De nuevo el patio y las galerías se llenan con la ruidosa presencia de jóvenes que comentan sus éxitos, frustraciones o desvelos. Hay también ilusionantes miradas, sonrisas, gestos cargados de insinuaciones, requiebros y galanterías… escarceos amorosos, en fin, propios de una juventud temprana.

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El término de las clases provoca la bulliciosa diáspora, tomando cada uno, en compañía o en solitario, el camino de vuelta a casa, llevando en su “mochila” un poquito más de saber, fructífera cosecha en sus aspiraciones, también fracasos, pero, todos, con la viva ilusión de que mañana se cumplirán sus  anhelos.

Antonio Palop Serrano

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