Maldito Pablo
Así se llamaba el yerno de Karl Marx, el padre del materialismo científico: Paul Lafargue. A Marx no le gustaba ni mijita. Cuando Paul se presentó como discípulo marxista en su casa de Londres, el barbudo lo caló pronto. «Es un agitador socialista», decía. Para Marx eso era sinónimo de no tener muchas luces. Y el alemán, plagado de prejuicios académicos, encontraba que aquello era algo más que un obstáculo de cara a una posible colaboración intelectual. Pero, ¡ay! Las cosas del destino. Su querida hija Laura se enamoró del mozo
Una vez entró en familia, a Marx le disgustaba todo de él. Pablo había nacido en Cuba y era hijo de una mestiza. Morenito de piel y de tropicales maneras, tenía además las manitas muy largas. Marx, hijo de su época, no dudó en advertir al yerno por escrito que «tendrá que reconsiderar su modo de hacerle la corte» a la niña. Vamos, que no toqueteara tanto a Laurita.
Odiaba de Pablo sus principios, sus maneras y, además, se refería a él con el término despectivo alemán para los negros. Esto último no es que sorprenda demasiado, sobre todo teniendo en cuenta que Marx jamás creyó en la igualdad entre personas de distinta raza. Por no querer, no quería ni que Pablo tradujera “El Capital” porque decía que adulteraba sus ideas y reducía el marxismo a propaganda. Hasta que llegó la frase con la que Marx sentenció el desencuentro entre ambos: «Estoy seguro que si ellos son marxistas, entonces yo no soy marxista».
Por si fuera poco, Pablo tuvo la irónica ocurrencia de escribir un ensayo titulado “El derecho a la pereza”. El título parecía una provocación más que otra cosa. En realidad, el cubano sostenía que, en una sociedad emancipada, no se discute por el derecho al trabajo, sino al descanso. Se supone que habrá trabajo para todos, por lo que la lucha se centrará en la calidad de vida del obrero, por entonces esclavizado durante largas jornadas en las fábricas.
A Marx no le llegaba la camisa al cuerpo. ¿Cómo se puede centrar el peso del legado marxista en una idea como esa? La pereza no encajaba en ningún principio del corpus marxista. Marx concebía un modelo de Estado y de educación capaces de desarrollar el máximo potencial de cada individuo, exigiéndole dar lo mejor al servicio de la comunidad o, si no, negándole el plato de lentejas. Esa era la verdadera emancipación.
Para que la lucha obrera pudiera ofrecer pan, techo y trabajo, hay que hablar de la patria y el Estado como sus garantes antes que de la pereza. Todo ello, por supuesto, armonizado en el marco de los objetivos de la Primera Internacional. Ahora bien, la perspectiva universal de la Internacional obrera no se parecía en nada a la Alianza de Civilizaciones, los multiculturalismos buenistas ni al “papeles para todos”.
Por ejemplo, Marx se oponía a que la inmigración irlandesa llegara a Inglaterra de forma descontrolada. Si el contexto y las condiciones no se regulan en favor de la población laboral autóctona y la inmigrante, será el interés de la clase extractiva quien saque tajada devaluando la mano de obra y la autoridad moral de la clase obrera:
«Irlanda envía constantemente su propio excedente hacia el mercado laboral inglés –decía Marx – y, por tanto, fuerza a la baja los salarios y la posición material y moral de la clase obrera inglesa».
Por este motivo, Marx entendía la inmigración masiva como una suerte de munición capitalista contra la clase trabajadora de ambas orillas, como una máquina de fuerza productiva precarizada. No hace falta una mente avezada para ver aquí la lógica neoliberal y no el desarrollo comunitario y la promoción local propuesta por el marxismo.
Otro eje fundamental de su pensamiento consiste en defender la unidad territorial de la nación. La tierra es el primer bien común al servicio de los empobrecidos. Por tanto, no tienen cabida los nacionalismos insolidarios. Para el marxismo, los nacionalismos son de derechas y siempre parten de los ricos, aunque sus reclamaciones se disfracen de otra cosa para enfrentar a los obreros. Pero un Estado débil y fragmentado no puede garantizar con firmeza los derechos laborales y la igualdad, sino que hace al proletario vulnerable ante la voracidad del capitalismo global. Como consecuencia, la unidad nacional se concibe como la garantía de la fortaleza proletaria, unida en la defensa de sus intereses. En el afectuoso epistolario que compartieron, Marx y Engels le decían al otro Pablo, al español Pablo Iglesias Posse, que tuviera mucho cuidadito con los cantonalismos fragmentarios en España, porque eso va contra la unidad y la igualdad de los trabajadores.
Hay muchos más aspectos en los que Marx se centraría como garantes no del derecho a la pereza, sino a la misma justicia social. Pero Pablo, el yernazo de Marx, se fijó en el menos trascendente y revolucionario del marxismo. Quizás el más propagandístico, pero con escasa fuerza transformadora ante la dialéctica capitalista. “Maldito Pablo”, le escribía Marx a su hija en una de sus cartas. En casa del herrero cuchillo de palo. El propio Marx vio cómo aguaban el marxismo en su familia. Y hasta hoy en día, ahí seguimos viendo como muchos Pablos pregonan un marxismo cosmético y anti-marxista, que le sigue el juego al capitalismo mientras que los marxistas de verdad suspiran cuando dicen como Marx aquello de «si ellos son marxistas, entonces yo no soy marxista».
A DIOS ROGANDO
Teólogo, terapeuta y Director General de Grupo Guadalsalus, Medical Saniger y Life Ayuda y Formación.