Malandanzas del hueco poplíteo
¿Qué decir? ¿Qué puedo decir? Lo mejor será decirlo y basta. Me han violado la rodilla, la izquierda. Un reputado traumatólogo –porque ya que me mancillan, que me mancillen con relumbre- se introdujo en mi pierna por escalo, y allí, campó a sus anchas. Me engañaron para seducirme. “No te preocupes, no es más que el menisco. En la resonancia se ve que todo lo demás está bien. En una semana estás andando”. ¡Qué ilusa fui! “Relájate”, me decía un enfermero, velludo como si invernara, mientras introducían dos palmos de lancinante aguja donde no, pero casi, la espalda se desdice. Y así, lanceado como el cervatillo, fui cerrando los ojos, quedando a merced de los ultrajadores, que llevaban mascarilla en lo que, supuse, era un juego fetichista. Al despertar, me habían arrancado dos tendones de sendos músculos redundantes –“¿redundantes como los ojos?”, pregunté yo-, para reconstruirme el ligamento cruzado que, según me informaron, se había extinguido, el muy cobarde. El suelo del quirófano estaba encharcado de sangre linfática y fluidos varios. Mi hermana María tenía los ojos achinados, por lo que deduje que sonreía. La increpé a ella y a todos los bípedos que andurreaban de acá para allá. También a una enfermera que no me dejaba fumar, porque ¿de qué tipo de violación estamos hablando si no se puede lacrar con un cigarro? Lo dije, o más bien lo grité. Mi madre se sonrojó y mi estancia en el postoperatorio duró lo que la esperanza del pobre.
Pernocté en el hospital con mi hermano Miguel que de estraperlo introdujo caña de lomo y queso viejo. Al día siguiente, tras comprobar mi ineptitud para andar con muletas, llegué a mi casa y comenzó la tortuosa recuperación en la que, aún hoy, estoy inmerso. Gracias al hidrocloruro de tramadol –alabado sea ahora y siempre-, los primeros días pasaron dulcemente. Me limitaba a agitar un drenaje que tenía lleno, en sus tres cuartos, de sangre coagulada y líquido sinovial. En más de una ocasión, a qué negarlo, me entraron ganas de probar tan misteriosa exudación de mi rodilla. El drenaje, que no era más que un tubo de plástico, se introducía en mi rótula como una sabandija extraterrestre. Cuando mi padre, médico a la sazón, me la retiró, había cerca de medio metro de ofidio alienígena en mi desportillada rodilla; fue doloroso y fruitivo, como una violación, y aquí se cierra el círculo, a la inversa. Las noches, eso sí, no eran tan plácidas. La cama me escupía templada como si no fuera mi lugar, como si me hubiera fugado de algún pudridero, como si, por algún error burocrático, intentara dormir ilegítimamente. Me animaba tan sólo la baja frecuencia cardíaca que había tenido durante el tiempo que había estado monitorizado. “Es que soy un deportista nato”, me decía para no derrumbarme. Sin embargo, Pepe, a la sazón obispo de Jerez y licenciado en medicina, me insinuó que tener menos de cincuenta pulsaciones por minutos no era necesariamente bueno, que podía ser síntoma de bradicardia. Acto seguido, el resto de médicos de mi familia se apresuraron a rebajar el diagnóstico. Pero todo estaba perdido entonces. El problema de ser hipocondríaco, y que la gente lo sepa, es que nunca sabe uno cuándo le dicen la verdad y cuándo sólo intentan tranquilizarlo. Al hipocondríaco, y he ahí la paradoja, hasta en el lecho de muerte le dirán que está hecho un chaval. Es, pues, el más sorprendido de los difuntos.
Mi jornada transcurría adherido al sillón negro que esbozaba líquenes grisáceos y verdes a la altura de mis omoplatos. Entre el asiento y los brazos del sillón se interponía un abismo que parecía desembocar en una fractura del espacio-tiempo, y es que ningún objeto que por allí se aventurara –dos lápices, varias boquillas, una patata frita- volvió del otro lado. Mi teoría es que allí, entre los pliegues de la piel sintética, habita un ácaro ciclópeo, el craken de los ácaros, que presurosamente devora cualquier objeto que se precipite por la grieta abisal del sillón. Pese a las largas sesiones de guisantes congelados sobre mi abotagada rodilla, el derrame fue inevitable. Progenitores, dos, me llevaron al hospital para la conveniente extracción de líquido. Nos mantuvimos expectantes hasta que el émbolo se retiró mostrando que no había infección; lo celebramos como si hubiéramos parido un varón en el Medievo. No obstante, mi padre preguntó al médico cómo es que había estado tanto tiempo carente de ligamento –tres meses- sin apenas notarlo, más aún cuando él se había lesionado de lo mismo sin poder andar al momento. El traumatólogo propuso que mi padre no compartía la vigorosidad de mi cuádriceps. Ni siquiera respondió. Se levantó de la silla y si mi madre y la enfermera no lo hubieran impedido, se hubiera quedado en calzoncillos en menos de lo que se tarda en decir “bochorno”.
Yo, el lesionado, el eterno sedente. La hinchazón, causada por el derrame, se produjo durante una ausencia paterna de dos días. La venda me apretaba como una boa constrictor y ni Julia ni María supieron acertar con un diagnóstico claro. Esos dos días sufrí indeciblemente, sobre todo en el nadir de la rodilla –es decir, la parte opuesta a la rótula-, que entonces supe se denominaba “hueco poplíteo”. Espoleado por la sonoridad casi modernista del término, el tramadol y las cervezas del mediodía, me colocaron al sol en el patio y, marcando los acentos con mis muletas, entoné elegías lacrimosas al hueco poplíteo: “¡Oh, hueco poplíteo! ¿Qué vil se atrevió a mancillar tu piel, tan delicada como el nardo? ¡Oh, hueco poplíteo! ¡Me desangro al ver los surcos que la venda ha trazado en tu virginidad nívea! ¡Oh, hueco poplíteo!…” Y así infinitamente, gritando. Sólo después de un rato decidí cambiar el “oh” por “ah”, más adecuado, a todas luces, para el tono herido de los versos: “¡Ah, hueco poplíteo! ¿Qué fue de tu tersura, de la quebradiza exactitud de tu inocencia?” Finalmente, comandados por Joaquín, mis hermanos decidieron extorsionarme. Me dijeron que si no cesaba mi retahíla manriqueña, me iba, y cito textualmente, “a dar de comer un guardia”. Y es que sabían, los muy ladinos, la animadversión que les tengo a los bípedos con uniforme. Así que callé. Vean: los grandes visionarios, y me incluyo por conciencia de causa y no por soberbia, he sido censurado. Desde la Inquisición hasta las baldosas blancas y amarillas de mi cocina, se extiende un filisteo manto de silenciamiento. Más sutil fue mi padre. Trajo chuletones de Ávila, durante la ingesta de los cuales, la profanación del hueco poplíteo no se antojó gran cosa. ¡Ah, ahora me doy cuenta, me aburguesó! ¡Me compró con comida! Al menos, a diferencia de Esaú, me doblegué con algo más de sibaritismo.
Quería finalizar con agradecimientos.
-
A mi madre, solícita más allá de lo razonable.
-
A mi padre, que no se desnudó en el hospital y contradijo las maledicencias que corren sobre el herrero y la cubertería de su casa.
-
A mi hermano Miguel, que ha sido los músculos que tenía inutilizados.
-
A mi hermano Francisco, que ha sido la prestancia que ni sano tengo.
-
A mi hermana Julia, que no me ha consentido ni cojo.
-
A mi hermana María, que, desde que me he venido a Sevilla, hace las veces de madre, padre, Miguel y Francisco.
-
No quiero olvidar al resto de mi familia. A mi hermana Alicia y a su marido Juan que me dejó el Ipad. A Pedro, Joaquín y Juan.
-
También al Gordo y al Terperie que me arrastraron, literalmente, a una timba de póker. Y que, bajando la calle Nueva, resoplaron la marcha “Costalero”.
-
A todos los que me han visitado.
-
A Matilde, que
bajo extorsión me obliga a mentarla en esta lista…¿que quite lo de extorsión?…pero siesverdad…¿que la gente no lo sepa?…entonces qué digo…¿servicial?¿A quiénqueremos engañar?…yatenta no, que eslo mismo…¿solete? Qué cursi, joder…vale, vale, vale, aunque no sea así, pongosolete.