Luz de agosto

Admirado. Así he quedado después de la lectura de este libro. Uno espera, si no se muere antes, leer las novelas y los relatos de los más grandes —me temo que no queda tiempo para mucho más—, pero no puede imaginar que los encuentre tan inolvidables como son. Y eso a pesar, en este caso, de hallar en ellos rasgos de lo que la gente amante de las etiquetas llama «gótico sureño», historias que transcurren en el esclavista sur de los Estados Unidos y en las que tienen una importancia fundamental personajes y hechos truculentos, relacionados con la violencia, la ruindad y el desprecio por el padecimiento ajeno. Tras la imagen de dureza de William Faulkner (1897-1962) se escondía un espíritu muy sensible.  Creo que una de las razones por las que admiro sus narraciones, hay muchas, es la pasión que sentía por su tierra y su historia, por los personajes que conoció de niño y por los paisajes en los que transcurrieron los años más decisivos de su vida, sí, esos en los que está pensando: los infantiles. Faulkner siente la necesidad de desvelar las claves de su existencia, como cualquier novelista que se precie, y se aplica con pasión a la tarea de darles forma literaria. Su mundo de infancia fue segregacionista, primitivo, de convenciones sociales muy arraigadas, hipócrita y machista; si pretendía ser fiel a sí mismo no iba a escribir obras ambientadas en otro sitio y con otras maneras. Otra de las razones de mi admiración por este autor está en su fecundidad. Esta novela tiene más de cuatrocientas páginas a un espacio y con un tipo 10 de letra. Durante una época muy concreta —finales de los años veinte y principios de los treinta—, publicó una de semejante extensión y similar complejidad técnica cada año, demostrando con ello una capacidad realmente extraordinaria.

La acción de Luz de agosto se centra en dos personajes principales: Lena, una joven atractiva, cándida y voluntariosa, muchacha que, por una vez, sobrevive a la crueldad de los hombres—nada que ver con las jóvenes de Santuario o Mientras agonizo—, y Christmas, un personaje masculino de mente alterada y comportamiento proclive a la crueldad cuyas claves de compresión están en las malas experiencias que tuvo en su infancia, a merced de adultos que lo maltrataron siempre. Por una vez, lo digo en relación a las novelas de Faulkner escritas en esta época, el relato tiene un final positivo, optimista, luminoso, centrado en un personaje cuya ingenuidad misma lo protege del mal que lo rodea.

Como es de esperar en este autor, su forma de contar no es clásica: ni el tiempo es lineal —existe una analepsis (lo que en cine llaman flashback) de más de cien páginas (capítulos 6 a 12)—, ni el narrador es omnisciente clásico, aunque en esta obra no multiplique, como en Mientras agonizo, los cambios de puntos de vista narrativos. Para mí, lo mejor de toda la novela es la descripción del carácter de Christmas, cómo se van desvelando las claves tanto de su tragedia como de la alteración de su mundo emocional. La imagen de esa única calle por las que transita durante treinta años a partir de la adolescencia, siempre la misma y siempre en una población distinta, es de lo mejor que he leído en mucho tiempo. Por último, llamar la atención sobre el uso que hace del sabor de un alimento para despertar recuerdos a un personaje (Christmas, capítulo 10, página 219), en este caso guisantes cocidos con melaza. No sé, la verdad, si es una coincidencia o una influencia clara de Proust: Du côté de chez Swann llevaba diecinueve años publicada y diez traducida al inglés (C. K. Scott Moncrieff, Swann’s Way, 1922). También pudo llegar el autor norteamericano por su lado a la misma conclusión que había llegado el francés, pues todos conocemos el poder evocador de nuestros sentidos, cómo el olor de un dama de noche, o el sabor de un postre casero, pueden traer en un instante a nuestra memoria recuerdos del pasado, quizá de nuestra infancia, cuando nuestra abuela sabía hacernos felices. Procuren seguir leyendo. Sé que lo harán.

 

William Faulkner, Luz de agosto, Barcelona, Debolsillo, 2015; 475 páginas. [Light in August, 1932]. Traducción de Enrique Sordo.

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Víctor Espuny (Texto e imagen).

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