Los silencios de una casa

Hay casas en las que el silencio -momentáneo- suena a alivio. Son unos cuantos de minutos al día en los que parece que no hay nadie bajo ese techo, en los que bien por el cansancio o bien por la Patrulla Canina, los activistas de la vida y del chupete deciden dar una tregua. Después, al terminar los episodios o al recargar las pilas, vuelve el ruido del día a la casa, los juguetes en el suelo, las cisternas, la puerta del frigorífico, los hipidos del llanto, el eco de una risa verdadera, una de esas que se ejercita por juego. Nadie ríe mejor que los niños, ellos son los instructores de las mejores carcajadas de los adultos.

En estas casas en las que huele a papilla y a toallita de baño, a potito y a mueble de Ikea, gobierna la ilusión del nuevo reino por construir. Unos padres en esa época son como arquitectos embelesados con su obra, de repente se descubren mirando a una criatura con la mano en la boca que con el dedo índice señala lo que aparece en la tele. Luego ésta se da la vuelta y los mira como avisando, para que ellos tampoco se pierdan nada de lo que sucede, y es entonces cuando les sorprende la manera intuitiva que tiene de hablar con los ojos, como si en su corta existencia ya fuera capaz de leerles la mente con tan solo cruzar las pupilas. Estos vínculos se consolidan a base de miradas y tiempo, de cuidados y juegos, de cuentos y noches en vela que acaban por hacerlos irrompibles.

Se forjan en las mañanas de sábado en las que se abre la puerta de la habitación y dos cabecitas se asoman sigilosas para luego irrumpir como elefantitos en cacharrería al asalto del colchón. Amaneceres de bostezos y risas. Remolonear y jugar a cosquillas y pedorretas. Quitar legañas y mocos es el equivalente al ajustar la corbata o a la mano convertida en peine que vendrá después. Y mientras pasa el tiempo entre sábanas y saltos, vuelve una madre a su figura de arquitecta que mira el edificio desde fuera, pero esta vez, con el móvil en la mano y grabando una escena de besos entre hermanas.

Debe de ser demoledor abrir los ojos un día y ver como todo se ha esfumado, como la casa amanece yerma. Los seres humanos sabemos distinguir los silencios. Somos capaces de apreciar la diferencia entre el conticinio, ese momento de la noche en el que la paz del sueño hace que todo se calle, y el silencio implacable de la soledad. Hasta la falta de ruido nos otorga matices que nos hacen darnos cuenta de que llega un momento en el que sin saber por qué nos hemos quedado solos. La maternidad instala algo parecido a un buscar mi iphone en versión hijos. Por eso, debe ser desgarrador salir de la cama vacía y caminar por un pasillo desierto. Es ahí cuando lo que falta se convierte en más de lo que hay, cuando lo que había habla por lo que ya no está. La pantalla en negro parece decir que la televisión está aburrida, la tapa levantada del retrete parece una cara sorprendida, el dibujo estampado en el frigorífico una sentencia de amor. Una mujer tropieza con un juguete y llora. El silencio la insulta. Me encantaría poder borrar aquello que no existe. Me encantaría poder decirle donde está el país de Nunca Jamás, asegurarle que el Capitán Garfio es un personaje de ficción, que los niños perdidos también.

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Santi Gigliotti
Twitter: @santigigliotti
Fotografía: Unsplash.

 

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