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Los muertos de la casualidad

Los muertos de la casualidad

Para ver si un artista es bueno, siempre miro en Spotify la segunda canción que sale. La primera puede ser el típico pelotazo veraniego, pero si la segunda es buena, se confirma que aquello es talento y no casualidad. Nunca he sabido si creer en la casualidad o no. Me parece injusta, creo que tiene tanto éxito porque es algo a lo que se le puede echar el muerto encima sin que te rechiste, una especie de comodín que trata de darle soporte a lo inexplicable. Todos tenemos días en los que las ideas y la lucidez fluyen solas, y otros días en los que manteniendo la boca cerrada es la única manera de poder acertar. En el único talento en el que creo yo, es en el de saber aprovechar esos días mágicos y ser capaz de sacar algo provechoso de las jornadas imposibles.

Muchos días, no tenemos ganas de nada, pero nos dejamos caer a la calle por inercia, con el ánimo seco y el pelo mojado. Y es ahí, vagando por el pavimento, camino a nuestras asquerosas obligaciones, mientras torcemos la esquina más inhóspita, donde aparece un rayo de sol que ilumina el tono grisáceo de la mañana y se posa en nuestra cara como un insecto, calentando el morro helado, provocando un leve escalofrío de placer. Por ese sol y gracias a la inercia que nos hace poner los pies en el suelo cada día, merece la pena vivir. Por esas sorpresas, por esas nuevas caras, por esos logros inesperados, merece la pena andar. Por esa palabra, por esa frase, por esa línea que me martillea la cabeza mientras camino y da pie al artículo, merece la pena estar de pie.

Siempre he pensado que salvo para unos pocos afortunados, que los hay, ponerse contento es mucho más difícil que ponerse serio. Partiendo de cero, es mucho más complicado luchar contra la desidia que contra la felicidad. A la felicidad le hemos otorgado un componente efímero que la tristeza no tiene. Por eso, somos tan tontos que sufrimos por dos durante mucho tiempo y disfrutamos por dos durante poco rato. No sé quién inventó eso de que lo bueno debe ser corto, eso del vivir pensando en que las desgracias siempre aparecen cuando las cosas van mejor. Pero el caso es que parte de razón sí que tenía.

Los sábados son solo un día a la semana, y justo por eso son tan bonitos. Los sábados son cortos y vaporosos, se esfuman, duran entre nosotros lo que tarda en borrarse de la muñeca el sello de la discoteca. La felicidad es un sábado, se termina sin avisar. Un día estás en el parque viendo como juega tu niño con su disfraz de Halloween y al siguiente lo estás enterrando porque alguien pensó que era buena idea reinsertar a un demonio en la sociedad. Otro, tienes 16 años, sales a disfrutar de noche con tus amigas, conoces a un chico y acabas inconsciente y desnuda en un polígono. Y al siguiente, sales de clase, y alguien te pasa una noticia en la que acusan a tu padre de putero y drogadicto. ¿Por qué a mí?, se preguntarán estas personas. Y habrá quién diga que estos cambios de paso de la vida son mera casualidad. Pues mira, me cago en los muertos de la casualidad.

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Santi Gigliotti
Twitter: @santigigliotti
Fotografía: Unsplash.

 

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