Los ladrillos de la BlackBerry
Estaba guapa la BlackBerry. Era un móvil estéticamente bonito, un prodigio tecnológico para los tiempos en los que nos parecía brujería que se pudiera llevar en la mano un ordenador dentro de un teléfono. Más o menos por aquella época en la que los placeres más bobalicones tenían un horario delimitado, cuando uno más uno eran siete, se mendigaba la contraseña del Wifi en los bares -siempre me causó mucha vergüenza el ademán- y los SMS iban al peso. No sé si tendrá algo que ver, pero de aquellas se habían empezado a poner de moda las pulseras Power Balance, y los que las llevaban pregonaban las bondades de aquel trozo de plástico al que le atribuían, entre otras cosas, la mejora de la calidad del sueño y la pérdida de algunos kilos. Intuyo que ahí hay alguna especie de hito soterrado sobre el que no soy capaz de teorizar.
Me acuerdo del sonido hipnótico de las teclitas de la Bold. Esos clicks le conferían al que escribía (con los dedos gordos) una especie de halo de solemnidad. Como si hasta el apuntador fuera oficinista en una peli antigua, como si al pulsar aquellas letras el mundo se parara a estar pendiente de algo que debía de ser verdaderamente importante y que, en realidad, la mayoría de las veces, no superaba el rango de la nimiedad.
A mí me volaba el cráneo la rapidez con la que mi prima mayor aporreaba el teclado. Sabía escribir hasta sin mirar, a lo Laudrup. Su madre la bronqueaba si lo hacía mientras estábamos en la mesa, y yo pensaba que mi tía no calibraba bien la trascendencia de esos virtuosos y coléricos golpes que su hija le daba a la ‘maquinita’. La cara que ponía de absoluta abstracción tenía que significar algo. Me entretenía mucho ese mohín: hay poquitas cosas más magnéticas que observar a alguien que está plenamente concentrado en una actividad.
De la BlackBerry también me chiflaba la bolita que tenía en medio, un balín que hacía las veces de ratón al que yo identificaba como el corazón del aparato. Y lo que ya sí que sí me volvía majara de remate era el juego ese de reventar ladrillos con una pala azul. Era extremadamente adictivo, tanto que al haber desbloqueado el recuerdo me han picado unas ganas locas de echar una partida a esa mierda a la que seguro que no era tan bueno como ahora estoy queriendo acordarme.
La chapa viene porque esta semana he visto una película sobre la historia de la compañía. Un largometraje de esos que empieza con su ‘basado en hechos reales’ y el consiguiente textito que viene a decir que si alguno de los implicados se molesta tiene que saber que no iba a malas. De ahí esas disculpas anticipadas a modo de introducción que, además, vienen de perlas para acrecentar el morbillo del espectador.
La cinta narra el auge y la estrepitosa caída de una empresa que pasó de controlar el mercado de telefonía móvil a llegar en 2024 a vender la friolera de cero dispositivos. Lo cierto es que la historia es muy curiosa y humana, está bien regada de humor y, por lo que he podido comprobar, es bastante fiel a los hechos. Merece la pena verla, sobre todo por comprobar cómo ellos, que habían sido los pioneros en abrir las puertas de ese mercado y dibujar un nuevo orden social, se negaron a ver que Steve Jobs con el lanzamiento del IPhone no solo les había condenado a la desaparición, sino que había redondeado y multiplicado por mil el invento primigenio que habían parido.
Provoca hasta ternura escuchar cómo tachaban de ocurrencia lunática aquello de eliminar el teclado y dejar solo una pantalla táctil. Todo lo que se crea está en posición de ser mejorado y superado. La soberbia mata, el éxito debilita. Todos los impensables tienen peldaños por encima en la escalera de caracol de los horizontes. La escalera que se sube a pie y se baja precipitándose al vacío. Estaba guapa la BlackBerry, tan guapa que resulta que lo que más molaba de ella, acabó siendo lo que le sobraba. Cosas de la vida.
EL POYETE
Sevilla, 2001. Caballo de carreras de fondo, escritor de distancias cortas. Periodista, bético, sevillano.