Los hijos ilustres

Pensar que el turismo cultural tiene futuro en Osuna no es algo nuevo. Hace más de noventa años, en el acta capitular del ayuntamiento perteneciente a la sesión celebrada el 29 de diciembre de 1934, se hablaba ya de la gran afluencia de visitantes que recibía el panteón de los Téllez-Girón de la Colegiata. Pero ha sido en los últimos tiempos cuando las visitas han crecido de manera apreciable. La mayoría de los visitantes proviene de las ajetreadas e informes grandes ciudades y encuentra en Osuna un oasis de tranquilidad y belleza. Y de la misma manera que puede imaginar un pasado señorial al contemplar las imponentes edificaciones de las calles San Pedro, el turista puede intuir el nacimiento en Osuna de personas cuya sensibilidad se viera alterada para bien por la contemplación diaria de tanta grandeza. Son los hijos ilustres. 

La Villa Ducal ha tenido muchos. Es necesario reivindicarlos, son potencias que Osuna posee. Por eso, y lo escribo por enésima vez —no me cansaré de hacerlo—, es necesaria la dignificación del monumento a Rodríguez Marín de la plaza de Santo Domingo. Las elecciones municipales se acercan y su remoción sería una forma de ganar votos; piénsenlo los políticos. El estado actual de su lápida, ilegible, da una pésima imagen del pueblo al turista cultural. Pero hay otros muchos hijos ilustres cuya memoria merece, y reclama desde un pasado a cuyas voces parecemos completamente sordos, su dignificación pública. ¿Para cuándo la creación de un monumento a Antonio María García Blanco, el gran hebraísta ursaonense? Por ahí se visitan pueblos, en la Axarquía malagueña o en las Alpujarras, sin ir más lejos, donde el paseante encuentra monumentos para recordar hasta al que inventó el botijo. ¿No vamos nosotros a levantar uno al autor de Análisis filosófico de la lengua hebrea (1846-1851), obra considerada por muchos imprescindible en la transmisión en España de los conocimientos de filológica semítica? García Blanco fue, entre otras muchas cosas, decano de la facultad de Filosofía y Letras de Madrid entre 1868 y 1877, cuando ese establecimiento docente vivió unos aires de libertad desconocidos, los mismos cuya desaparición, debida al Decreto Orovio —que suprimía la libertad de cátedra—, propició el nacimiento de la Institución Libre de Enseñanza. En el Diccionario Biográfico Español editado por la Real Academia de la Historia, Fernando Durán López dedica a García Blanco, entre otros, este concluyente párrafo: «Sus obras revelan una fuerte personalidad y un acendrado sentido moral, así como una profunda pasión por la educación y la ciencia, siempre en lucha con un ambiente hostil. Su gran legado fue el intento fracasado de crear en España una sólida escuela de hebraístas que, sin embargo, dejó huella en varias generaciones de estudiantes». La necesidad de recordar a García Blanco con un monumento bien visible en lugar público es indiscutible. Y lo mismo podríamos decir de otra de nuestras más graves asignaturas pendientes: José Romero Jiménez, el gran pianista flamenco, maestro de maestros. Tanto Felipe Campuzano como Dorantes y Chano Domínguez han reconocido lo mucho que le deben. Del primero conservo incluso un email de 2005, contestación a otro mío, en la que el generoso pianista gaditano se lamenta del poco reconocimiento que Romero recibió en vida, defecto este muy nuestro, que esperamos a que alguien fallezca para hablar bien de él, aunque en el caso de Romero ni siquiera se le ha tributado el merecido homenaje después de su muerte. Existen más testimonios. Chano Domínguez dijo en una entrevista: «Hay un gran pianista que se llama D. José Romero que da clases en el conservatorio de Sevilla que sí hizo un acercamiento del clásico al flamenco muy interesante, ha sido el único que sí puedo decir que me ha servido de ayuda»; la entrevista original data del año 2000, cuando Romero estaba a punto de fallecer, pero ha vuelto a ver la luz en 2016 y puede leerse en flamencograna.blogspot.com. José Romero, tan sentido, tan artista y tan riguroso en su trabajo —aparte de sus pioneros discos dejó una rompedora obra de teoría musical titulada La otra historia del flamenco (1996)—, nació en la ursaonense calle Aguilar, cerca de donde vino al mundo Manuel Infante, pianista a quien sí se ha dedicado al menos un azulejo en el pueblo, y eso que lo único que hizo aquí fue nacer. La memoria de estas grandes personalidades del mundo de la cultura merece su digna visualización en las calles, que los que visitan Osuna sepan que este pueblo, tan hermoso —tanto que a veces duele—, ha dado grandes y creativas personalidades. 

El homenaje público que supone un monumento sería un acto de justicia con las obras de estos hijos ilustres, una muestra indudable de cultura y una apuesta clara de Osuna por su futuro. 

 

Imagen: Detalle de la funda de uno de los discos de José Romero.

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Víctor Espuny.

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