Los españoles contra la máquina del fango
Tragedia, desastre, apocalipsis, drama, incertidumbre, sinrazón. Busco sinónimos y ya los he utilizado todos. Es el campo semántico del horror. Hay veces que las palabras no llegan a describir la realidad, hay veces que el dolor desborda cada una de las letras. Escribir es un mero desahogo, una piedra brincando en el riachuelo de lo intrascendente, cuando rulan por ahí los gritos de desesperación de los afectados, cuando se escuchan audios como el de la farmacéutica que se despedía de los suyos, pidiendo que cuidasen a su hijo y le hablasen de ella, mientras el agua le llegaba al cuello. Miro las paredes de mi casa, los pilares de lo que hace unos días eran mi certeza y mi bienestar, y pienso en los escombros y el barro, en las existencias arrasadas que hoy lo ocupan todo.
De la inexorable pena al asco más profundo. De la incesante tristeza a la galopante rabia. Escucho a Nuria Montes, Consellera de Industria y Turismo de la Generalitat Valenciana, dirigiéndose con soberbia y un tonito dictatorial a los familiares de los fallecidos y desaparecidos, y me entran ganas de hacer trizas el filtro de la mesura. Como si fuese un capricho saber dónde está tu gente, como si fuese plato de buen gusto andar sumidos en la inquietud más desasosegante. Dónde coño tiene esa señora el corazón, dónde carajo está la empatía. Dudo mucho que sea mala persona, no creo que lo hiciese queriendo, de hecho, por la tarde se disculpó, pero su insensible intervención es fruto del gran problema de esta crisis: la incompetencia. Está sobrepasada, pero no tenemos que ser los ciudadanos, sobre todo los que han perdido lo más preciado, los que paguemos el pato de la impericia de una clase política que está demostrando que es incapaz de ofrecer algo más que el indigno lanzamiento de trastos que llevan más de una década suministrándonos como droga.
Tenemos a una caterva de incapaces, en algunos casos de miserables, a los mandos del país. Ya lo intuíamos, pero estas horas oscuras lo están terminando de confirmar. Ayer amanecíamos con una medida urgente en el Boletín Oficial del Estado: la colonización de RTVE. Esa ignominiosa hoja queda para los anales de la historia de la infamia de este país. Exactamente igual que la inexplicable gestión que están llevando a cabo todas las autoridades, todas, desde el minuto uno. Desde Carlos Mazón y su equipo de gobierno, que dan la sensación de no saber dónde están de pie, hasta el Ejecutivo de Sánchez al completo, que parece que tienen levantado el pie del acelerador de la colaboración deseando que sus adversarios se ahoguen en su nulidad. Ambas administraciones han conseguido trasladar a la nación la atmósfera de que ha cundido la anarquía, de que no hay nadie al volante.
Por prurito profesional les diré una cosa, uno de los mayores errores ha sido la comunicación. En las primeras horas, superados por las circunstancias, no fueron capaces de conectar y explicar la magnitud de la situación a una sociedad que ha braceado en una marejada de confusión. Prefirieron jugar al frontón de los reproches entre diferentes, y eso, unido con la negligencia, el desconocimiento y la falta de previsión, con ser unos jodidos incapaces, vaya, ha hecho que ya sea demasiado tarde para corregir el lamentable rumbo de las cosas. La ciudadanía vive en un sentimiento de incomprensión en el que se ha multiplicado por mil la desafección que traíamos de serie. La percepción es que están usando el batiburrillo competencial para no asumir responsabilidades y pasarse las culpas por encima de la red de nuestro sectarismo. Los civiles de a pie nos frotamos los ojos, con perplejidad e impotencia, ante preguntas que nos superan: ¿por qué no están todos los efectivos posibles sobre el terreno? ¿por qué más de tres días después hay zonas afectadas a las que llegan antes los periodistas y los voluntarios que los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado? ¿por qué nos tenemos que tragar entonces que el ministro de Interior de Francia diga que nuestro gobierno ha rechazado una dotación de 200 bomberos galos? ¿por qué no se ha activado el Estado de Alarma? ¿por qué se espera hasta el martes al Consejo de ministros ordinario para declarar zona catastrófica a todos los municipios arrasados en los que en estos momentos flotan cadáveres? ¿por qué hay gente sin agua, sin comida, exclamando frente a un micrófono que están solos, desamparados?
Solo con este caos, con esta falta de respuestas contundentes, con esta impresión de abandono, de Estado fallido, se entiende que en un arranque de solidaridad, fraternidad y sentido de patria el pueblo decidiese ayer asumir las competencias en materia de humanidad y se lanzase en masa hacia la zona cero de la catástrofe. Una hilera humana, cargada de escobas y rastrillos, de garrafas y alimentos, caminaba presta hacia el núcleo del apocalipsis. Ahí estaba mi España, ahí estaba la Nación, a años luz de los que la gobiernan, esa clase política incompetente que vive de radicalizarnos. En ese trasiego de la dignidad no había ni rastro de la repugnante simulación de las bancadas del Congreso. Solo unidad espontánea, amor al prójimo, militancia en el vínculo. Sí, la razón dice que puede ser contraproducente, que la descomposición de los cuerpos puede crear una epidemia, que hay que organizar este estallido de camaradería, que se pueden colapsar las carreteras. Pero lo dicho, los políticos han llegado tarde, y todo lo que pase lo pagarán. Ahora tienen lo que se merecen: a los españoles contra su máquina del fango. No caeré en la trampa de afirmar que saldremos mejores, solo diré que lo de ayer demuestra que somos muy superiores a los que mandan, que ojalá nos demos cuenta algún maldito día que somos un país insuperable cuando decidimos obviar a los malnacidos que nos dividen por cálculo electoral y estrategia. La mediocridad de la política actual no está a la altura de nuestra gente.
EL POYETE
Sevilla, 2001. Caballo de carreras de fondo, escritor de distancias cortas. Periodista, bético, sevillano.