Lo que diga Pellegrini


Encontramos lo que nos faltaba, el encauzamiento fructífero de nuestra locura, la correcta canalización de nuestros desvelos, en la serenidad de una melena plateada, en las bifurcaciones de unas nobles arrugas por las que empezó a enderezarse nuestro bajío, ese que nos tenía acostumbrado a vagar como parias enamorados por el inexorable desierto de las pasiones que matan. Pero llegó él, iluminando la eterna noche con sus pupilas de cloro, devolviendo la luz a una Palmera a la que le sobraba el ímpetu del viento y le faltaba la claridad de la dirección. Se dijeron muchas cosas durante aquel verano, se rescataron mil augurios ventajistas del pasado, otra vez nos venían a visitar, según los agoreros, los fantasmas de las retiradas anunciadas, los holgazanes dorados en busca de una jubilación a costa de nuestro escudo.
Hoy aún imagino que seguirán digiriendo esos sesudos pronósticos viendo cómo la ingeniería veterana de un chileno consiguió poner en pie al gigante de la esperanza y echarlo a caminar por el sendero de la ambición. A fuerza de trabajo, método y una confianza en su plan y en su libro solo al alcance de los auténticos números uno, Don Manuel Pellegrini Ripamonti consiguió lo impensable; llegar a poner a los representantes de las trece barras sobre el terreno de juego casi a la misma altura de una afición acostumbrada a que su compromiso estuviera a años luz del de los futbolistas que encarnaban en el césped los latidos de su corazón.
Y entonces se hizo la magia, y aquel hombre serio y elegante se convenció de que sus intuiciones eran ciertas y cayó en la cuenta de que no tenía entre manos un equipo de fútbol, sino un sentimiento inabarcable que traspasaba fronteras, circunstancias y continentes, un ejército de almas, el más fiel del mundo, sediento de una oportunidad para soñar en grande, para añadirle el fuego de la posibilidad al ardor de una lealtad incandescente que había sido maltratada durante años. Descubrió que ese batallón irreductible estaba dispuesto a poner el corazón, la garganta y la vida en el encumbramiento de su fe, y él, el abuelo profeta, actuó en consecuencia y empezó a sonreír junto a aquella hinchada que puso en sus manos el patrimonio de su credo.
Y por fin se tocó la tecla correcta, y otra vez se volvió a revivir a los duendes de las noches eternas en las que el universo se tiñe de verde y los dioses cambiarían sus cálices por litronas, sus tronos por butacas, sus últimos banquetes por bocatas. Y volvieron los nervios grandes, las supersticiones bonitas, ese chándal talismán que nos llevó a la gloria, esa estampita plastificada de Cousillas que encierra en cada beso los anhelos de todos los que saben valorar a que huelen las cumbres después de hacer inviernos en las ciénagas. Y llegó aquel abril alamedero en el que la Cartuja estalló y se solidificaron las primaveras eternas en las memorias de los que nunca le dieron la espalda a su amor.
Y todo bajo su control, bajo ese mando de sobriedad del hombre que sostiene el pulso de nuestras emociones. Ese al que han querido enterrar mil veces los intoxicadores y los desmemoriados, pobres de ellos, con el ferviente deseo del fin de ciclo. Juegan con ello porque saben que todos los éxitos han nacido desde ese banquillo convertido en el centro de operaciones del que va camino de ser el entrenador con mayor número de victorias del Real Betis Balompié. Pellegrini está a tres triunfos de superar al histórico Serra Ferrer, y ha vuelto a sepultar todas las dudas bastardas de los que soñaron con su marcha. Y yo, desagradecido, caí en la cuenta de que nunca le había dedicado ni una mísera columna al culpable de crear uno de los recuerdos más bonitos e imborrables de mi existencia. No tendré vidas para agradecerte, Manuel, lo que has hecho. Tú nos has marcado el sendero. Pase lo que pase, lo que diga el Ingeniero.
