Lo que comiste ayer
El olvido es el trastero donde cogen polvo esas cosas que hace un tiempo eran muy importantes y ahora no representan un carajo. Acaso son un lejano pinchacito en los límites de la conciencia, una imperceptible caricia sobre el remordimiento, un leve chasqueo de la lengua contra el reverso de las paletas: «hay que ver, eh». Y no, no hay que ver, ahí está la clave, no hay nada que ver, hay que mirar para otro lado y seguir a tu bola, volver a esa íntima parcela de la que te escapaste un momento para jugar a ese juego tan entretenido y catártico en el que uno piensa que las injusticias suelen pagarse, las catástrofes tienen solución y los buenos son tan astutos que ganan a los malos.
El olvido es un monitor de defensa personal que nos enseña a esquivar golpes. El olvido es la hipocresía más natural que existe, porque justo es la que nos ayuda a existir, la que hace más humano al ser humano, la que lo libera de la carga de lo feo y lo condena a borrar los contornos de lo bonito. Es la cura del rencor y la enfermedad de lo digno. El padre de ese miedo tan oscuro a que lo relevante se escurra por la trampilla de la memoria. Ideas geniales que se esfuman, frases certeras que se evaporan, brumas que se apoderan de una rotunda claridad de la que nunca se sabrá qué habría podido salir. El gen caprichoso de la inspiración, la goma de borrar de lo que nunca se llegó a escribir. Los recuerdos echados a perder, los que se pudren fuera de la despensa de la retentiva.
Hay muchas formas de olvidar, unas son salvadoras y otras extraordinariamente dañinas, pero hoy me quiero referir en particular a todo eso que iba tan de vida o muerte que acabó por fallecer en manos de los días. Y más en concreto a las causas colectivas, porque lo propio es más complejo de extraviar que aquello ajeno que, hechizados por la suma del cívico narcisismo y la mortal empatía, decidimos hacer nuestro durante una corta temporada. Un breve lapso que dura lo que se tarda en llegar a esa maravillosa y mágica conclusión de que «no podemos hacer nada, que no está en nuestra mano». Y esa impotencia, ese sentirnos tan poca cosa, hámsteres andando dentro de una rueda, moscas frente a cañones, es la que sirve de oportuno dinamizador para que pasemos de página.
Por eso es más difícil olvidar a tu ex que a más de doscientos muertos y a miles de personas que siguen malviviendo a su suerte. Por eso es más sencillo perdonar a los políticos mamones y negligentes que ayer sobaban la Constitución que al colega que te traicionó. Por eso nos molesta más que no nos hagan el bizum de quince pavos que nos deben que toda la corrupción de los que se lo llevaban y se lo llevan a manos llenas. Por eso ya estamos en a ver por dónde le queda el escote a Ayuso y si debería plantearse empezar con el Ozempic o con si Óscar Puente tienen un puto Sonny Angel en el teléfono. Lo que me pide el cuerpo es cagarme en los muertos de todos los que participan en este circo, pero no puedo hacerlo, porque sus muertos son los nuestros. Y eso sí que al menos deberíamos tratar de no olvidarlo.
Ya, ya sé que no te acuerdas ni de lo que comiste ayer. Suele pasar cuando te acostumbras a digerir mentiras y no eres capaz de recordarlas, aunque se (te) repitan.
EL POYETE
Sevilla, 2001. Caballo de carreras de fondo, escritor de distancias cortas. Periodista, bético, sevillano.