Lo que cae del cielo
Todo lo que cae del cielo acaba por ser noticia. Miramos para arriba e invocamos algún extraño conjuro, suspiramos como si alguien que habita en las nubes nos estuviera escuchando, maldecimos con la barbilla alta, lloramos con ella en el pecho. Lo mismo al agradecer, los dedos señalan el techo de nuestro mundo, sonreímos siempre hacia lo alto. No buscamos explicaciones, nos resignamos a no creer en nosotros, a pensar que nuestros aciertos son fortuna y nuestras miserias, obstáculos. Siempre miramos arriba porque nosotros estamos abajo.
Me ha pillado Filomena mirando a la nada y con la panza llena. He cogido kilos de felicidad, disfrutado de momentos con mi gente. El único fallo de la alegría es que se termina, el único consuelo es quedarse con ganas de más. No hay mayor revulsivo que echar de menos. Lo eterno cansa, lo fugaz nunca marchita. Aun así, ha sido increíble poder contrastar el blanco de Madrid con lo dorado de Sevilla. Verme donde siempre con los de siempre, volver a descubrir los sitios que conozco al dedillo. Eso es lo que nos pasa con los lugares a los que llamamos hogar, que permanecen inalterables, pero mantienen su misterio, que conservan viva la llama de la monotonía y no son capaces de perder el encanto.
Muchas veces nos nieva por dentro, cometemos el error de dejar que se congele nuestro corazón. Es normal en esta época anormal, en este perpetuo año bisiesto, en esta cuesta de enero resbaladiza. Los culazos están asegurados, las articulaciones peligran, patinar es un oficio noble, caerse es un arte. El único hielo que me gusta es el del cubata. En este ciclo de estampas inéditas, en esta jungla de acontecimientos, nuestro último rescoldo de verdadera normalidad está en nuestra gente. En esta guerra de bolas contra nuestra existencia, ellos son el árbitro casero que siempre pita a nuestro favor. Un amigo es una chimeneíta cuando estás arrecido, el que abre el cajón de nuestro pecho sin miedo a que pite y deja que nos descongelemos. El calor está en dónde somos y somos de donde están los nuestros. Un amigo siempre tiene una pala en casa para despejar de nieve, de mierda o de miedo la calle de tus pensamientos. Son los que empujan contigo el coche de tu coraje, los que ponen en marcha el motor de la sonrisa.
Hay interrogantes que nos presionan, nubes a las que les gustaría tapar la brecha de luz que empieza abrirse en ese cielo al que tanto imploramos ¿Frío o calor? ¿Presencial u online? Queremos calor cuando hace frío y frío cuando tenemos calor, damos clases online para hacer exámenes presenciales a los que acudirán 60 estudiantes, mientras no podemos reunirnos más de seis personas alrededor de una mesa en una terraza. Nadie sabe qué responder, los políticos son muñecos de nieve y nosotros nos quedamos helados maldiciendo hacia arriba, buscando explicaciones que nunca llegan. Hasta que de repente para de nevar y miramos abajo para ver lo que queda de lo que nos han mandado. Menos mal que están los amigos y lo dorado de las azoteas de Sevilla, eso sí que no pasa de moda, siempre es novedad. He aquí la otra incógnita. No sé cómo Sevilla no es el centro, no solo de España, si no del mundo. Y aunque veo a algunos paisanos que se irritan por el centralismo mediático de Madrid, yo en realidad la prefiero así, absorta en un enigma indescifrable, bañada en su dorado perpetuo. Todo lo que cae del cielo acaba por ser noticia, menos Sevilla. Sevilla es el cielo.
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