Libres para consumir

En las últimas décadas, se ha instalado una peligrosa confusión en el imaginario colectivo: la idea de que “capitalismo” es sinónimo de “libertad”. Esta identificación, profundamente ideológica, ha servido para presentar al sistema de libre mercado como la única vía posible hacia sociedades libres y democráticas. Pero ¿y si esa equivalencia fuera una trampa? ¿Y si el capitalismo contara con sobrados resortes para, en lugar de garantizar la democracia, poder erosionarla?
Uno de los grandes mitos de nuestro tiempo es que la economía de mercado promueve la libertad individual. El economista liberal Milton Friedman lo expresó con claridad: solo el capitalismo —decía— garantiza la propiedad privada, la libre elección y, por tanto, la libertad. Pero este argumento se desmonta ante la cruda realidad: en un sistema donde la riqueza se concentra y el poder económico se convierte en influencia política, la libertad no se distribuye de forma equitativa. Más bien se convierte en un privilegio.
Nuestras democracias formales son especialmente vulnerables en manos del capitalismo salvaje. Cuando éste es liderado por privilegiados, bien sean oligarcas o tecnócratas, se producen derivas autoritarias. Lo estamos viendo en países no dictatoriales como Rusia o, en las últimas semanas, en el mismo EE.UU.
Autores como Noam Chomsky, Naomi Klein, Thomas Piketty o Arthur McEwan han mostrado con contundencia cómo el capitalismo sin control, especialmente en su forma neoliberal, tiende a vaciar de contenido a la democracia. La privatización de los servicios públicos, el dominio de las corporaciones sobre los medios de comunicación y la política o el chantaje constante de los mercados financieros han reducido el margen de actuación de los gobiernos elegidos democráticamente. El resultado es un mundo donde los ciudadanos votan, sí, pero las decisiones más importantes se toman en consejos de administración que nadie ha elegido y que garantizan una puerta giratoria para quienes abandonan la política.
La trampa radica precisamente ahí: en hacer pasar por libertad el hecho de que otros decidan qué medicamentos se fabrican, qué territorios se explotan, qué contenidos se ven en televisión o con qué ideología se deben teñir los currículos educativos para nuestros niños. ¿Realmente podemos hablar de una ciudadanía libre? ¿Puede haber libertad real si no hay igualdad de condiciones para participar en la vida pública? Dicho de una forma más expresiva, ¿acaso la libertad es que nos privaticen la sanidad pero nos legalicen la marihuana? No puedo pagarme un máster habilitante, pero sí puedo ir a los toros porque aquí, señores, aquí sí que hay libertad.
La democracia no es un mercado. Por eso exige más que unas elecciones periódicas. Una democracia real requiere unos mínimos de igualdad material, servicios públicos fuertes y mecanismos reales de participación. Sin todo eso, el mercado no es un espacio de libertad, sino una jungla donde solo sobreviven los más poderosos.
Sin embargo, no se trata de eliminar el mercado, obviar la importancia del emprendimiento o regresar a modelos autoritarios de planificación central. El desafío es mucho más complejo y maduro: encontrar mayores cotas de equilibrio entre unas democracias locales y el capitalismo global. Sin instituciones y tribunales internacionales sólidamente constituidos en plenitud de competencias no habrá garantías contra la voracidad del interés económico.
Das Kapital terminó asesinando a la ideología. Ahora EE.UU. implementa políticas proteccionistas y China, neoliberales. Lo único que puede regular todas las expresiones del capitalismo es una democracia participativa que limite la acumulación excesiva de poder público y de riqueza, que pueda garantizar el acceso universal a derechos elementales como la educación, la salud y la vivienda, y democratizar también el ámbito económico, promoviendo que se respeten y no se atropellen los derechos de los trabajadores.
Vivimos tiempos de rearme pero, como ha dicho recientemente el obispo de Teruel, el futuro de Europa está realmente sujeto a un rearme moral, no armamentístico. Es el único que puede garantizar el bien común. Y ese rearme nadie nos lo va a regalar. El prelado propone varias formas de lograrlo: el cuidado del respeto y el apoyo en las relaciones interpersonales; una defensa de la vida en todas sus fases, que contemple a los más vulnerables y masacrados, entre ellos los migrantes; cultivar el silencio y la interioridad, el autoconocimiento, la espiritualidad y la búsqueda de la verdad; por último, comprometerse en la búsqueda del bien común tanto política, social y culturalmente, en la tarea legislativa y administrativa, esto es, en todos los ámbitos de la multiforme res pública.
La democracia ha demostrado que no puede vivir eternamente ni de valores pasados ni de los valores de otros. La democracia exige virtud. Y la virtud se la imprimen las diferentes comunidades de sentido, tradiciones culturales y religiosas, cosmovisiones y sensibilidades que conviven, se respetan y se enriquecen mutuamente en el marco del respeto a los Derechos Humanos y en la búsqueda del bien común. Hoy hay que defender a las democracias de su propia debilidad, y esto solo puede hacerse mediante el ejercicio de la verdadera libertad.
Felicito por ello al grupo variopinto de ciudadanos que han fundado en Écija el Colectivo por la Democracia. Ojalá y se funden muchos más espacios de reflexión, análisis social y promoción de la cultura democrática. Solo recuperando el sentido profundo de la democracia —como autogobierno del pueblo y no como mercado de consumidores— podremos revertir esta deriva. Y solo cuando dejemos de confundir libertad con capitalismo podremos empezar a construir sociedades realmente libres.
