Lecturas que ya no hacemos
Hace unos días comencé a leer El conde Montecristo. Son más de mil cien páginas, un número al que no suelo llegar. Es tanto lo bueno por leer que acostumbro a elegir libros cortos, de menos de trescientas. De la obra de Dumas guardaba la memoria de las imágenes de la serie que TVE española emitió a finales de los años sesenta, cuando este que les escribe era poco más que un impresionable renacuajo. El momento supremo de todo lo contemplado en aquellos capítulos de la serie fueron los instantes en los que Edmundo Dantés era arrojado al mar en el saco-mortaja del abate Faria, su generoso e ingenioso compañero de cautiverio. Uno estaba tan compenetrado con Edmundo, vivía su drama con tal intensidad, que mientras veía aquellas imágenes sentía faltarle el aire: Dantés no acababa de cortar la tela con el cuchillo y salir a la superficie, donde le esperaban la libertad y la vida. Así que, ilusionado, comencé a leer la novela. Esta, que se publicó en forma de folletín —constó de dieciocho tomos— y, según los entendidos, fue redactada por varias manos, está dividida en cinco partes, de las cuales solo he alcanzado a leer las dos primeras y parte de la tercera. Confieso que no he tenido ánimo de seguir dejándome los ojos en una lectura tan larga, tan previsible y, en general —esa es mi impresión—, tan alargada de manera artificiosa con el fin de llenar páginas. Existen algunas novelas extensas y de gran intensidad en cualquier momento de su desarrollo, pero también hay otras muchas que son cortas y contienen un mensaje tan profundo, su lectura nos enriquece de tal manera, que resultan especialmente aconsejables. Las prefiero de este último tipo, la verdad, de las cortas, para acabar con una y pasar a la siguiente sintiendo que he vivido parte de otra vida, y luego otra, y otra más, sin necesidad de darme un atracón con una sola.
El tiempo de las novelas de muy largo aliento parece haber pasado. Debido a los avances tecnológicos, la lectura dejó hace tiempo de poseer el monopolio del entretenimiento y la ilustración de las personas inquietas culturalmente. El escritor ya no posee el halo de prestigio que poseía. Hasta la invención del cine sí lo tenía, y esa fue su época dorada, pero desde entonces… Todo ha cambiado, quizá nuestro cerebro lo esté haciendo también, y busque estímulos nuevos de manera constante. Nuevos canales de aprendizaje han venido a recortar claramente la gran parcela que ocupaban los libros. No tengo claro que sea para bien, pero esto es así. Hasta en las universidades, que se suponen templos del conocimiento, los profesores recomiendan el visionado de vídeos. No creo que haya que hacer un drama de esto. Siempre que un medio de ilustración sirva para complementar al otro, no para suplantarlo, habremos salido ganando. Si un profesor, pongamos por caso, está explicando a sus alumnos cuáles eran las principales rutas internacionales de correo durante la segunda mitad del siglo XVI, no bastará con que abra por la página 198 un ejemplar de Espías de Felipe II, de Carlos Carnicer y Javier Marcos (Madrid, 2005), y lea: «La primera e importantísima ruta era la que unía Madrid con Roma, centro internacional del espionaje y, por tanto, de las comunicaciones. Constaba de ciento siete postas o estaciones para el cambio de caballos y pasaba por Viterbo, Siena, Florencia, Pisa, Génova, Mondovi, Aviñón, Nimes, Montpellier, Perpiñán, Barcelona y Zaragoza. Tenía una extensión, vital para los intereses españoles, que unía Roma con Nápoles, Lecce y Mesina, abarcando sesenta y una estaciones». La lectura no bastará. Deberá conseguir que los alumnos visualicen la ruta, la longitud habitual de las postas, el especto de las posadas de la época; les hablará de los accidentes geográficos, sobre todo corrientes de agua, que debían superar; les ayudará a imaginar, y a comprender, cómo se encriptaban los mensajes en aquel tiempo y de qué manera se los conseguía descifrar cuando no se poseían las claves y se había violado el correo, práctica muy habitual en épocas pasadas (e incluso hoy cuando se abusa del poder; piensen, por ejemplo, en el Gran Hermano que es internet, cómo, de eso no hay duda, nos espían: con fines comerciales o por lo que sea, pero nos espían). Si no vienen en auxilio del profesor los medios tecnológicos en forma de proyecciones, ya sea de vídeos, mapas, esquemas y reconstrucciones visuales varias, su misión será casi imposible. Antes los atlas geográficos, los globos terráqueos, las esferas armilares y los grandes mapas enrollables eran casi el único material auxiliar que poseían. Ahora la enseñanza puede ser mejor. Las palabras, los libros, siempre seguirán, pero las imágenes, sobre todo en movimiento, han venido en su auxilio, aunque también, es cierto, en el descrédito de los libros. Muchos piensan que para qué van a leer doscientas páginas si viendo un documental de veinte minutos creen resultar igual de instruidos. Sobre esto, los entendidos tendrán mucho que decir, pues seguramente no se fija en el cerebro con la misma solidez lo visionado que lo leído, no quedan igual de impresionadas las imágenes que las palabras, cuya digestión necesita de un esfuerzo mayor. Y a todo esto, Edmundo Dantés, el desdichado y vengativo protagonista de El conde de Montecristo, sigue buscando a todos los que lo traicionaron y fascinando a generaciones de amantes de la ficción, ahora, y quizá para siempre, en las nítidas y cómodas pantallas. La imaginación —las imágenes— ya la ponen ellas, y mientras nuestra razón se adormece. No sé qué pensar, la verdad, y más con los índices de comprensión lectora de la población bajando informe tras informe. ¿Vamos sin remedio hacia una sociedad de manipulables iletrados?
CUADERNO DEL SUR
(Madrid, 1961). Novelista y narrador en general, ha visto publicados también ensayos históricos y artículos periodísticos y de investigación. Poco amante de academias y universidades, se licenció en Filología Hispánica y se dedica a escribir. Cree con firmeza en los beneficios del conocimiento libre de imposiciones y en el poder de la lectura.