Las Turquillas. Tierra ocupada
agosto 10, 2012
No sabía su nombre ni su cargo, pero iba vestido completamente de verde oscuro, como un cazador. Todos guardaban silencio en torno suyo. Al cruzar los brazos, entendimos la inminencia de su discurso.
-¡Escuchad!- anuncia José Rodríguez Núñez, portavoz de Izquierda Unida en el municipio de Osuna-. Diego nos va a cargar las pilas para lo que queda de semana.
Así se llamaba: Diego, que era alto y de buena presencia. Tenía el pelo canoso y la piel bronceada. Dijo “¡Compañeros y compañeras!” y extendió los brazos para hablar. El de mi derecha y el de mi izquierda contuvieron la respiración.
El pasado martes, 24 de julio, centenares de sindicalistas se congregaron a la entrada de “Las Turquillas” con el propósito de ocuparla para su usufructo. La finca se sitúa entre Écija, Lantejuela y Osuna, perteneciendo al ayuntamiento de esta última. Se compone de 1.120 hectáreas de las que 300 están destinadas a la explotación agrícola por parte del pueblo ursaonés. Las 800 restantes son tierras landas o consagradas a la yeguada militar que allí se encuentra desde 1990. En más de un pleno del ayuntamiento de Osuna, según me certifica Rodríguez Núñez, que lo dice y entra en ebullición, se había decidido por unanimidad empezar a cultivar en las hectáreas que quedaban sin uso. Dada la demora de la ejecución, el Sindicato de Obreros del campo (SOC), que forma parte del Sindicato de Andaluces Trabajadores (SAT), decidió irrumpir en la finca el pasado martes y hacer suyo aquello tan pegadizo de “la tierra para el que trabaja”, muletilla de cuantos allí se encontraban.
A las once de la mañana llegamos a una superficie cuadrada y vallada. Juan Vega, máximo representante del sindicato en Lantejuela, me explica que han decidido empezar por un huerto. Durante el periodo estival sólo se puede sembrar de esta forma, así que aguardarán al otoño para producir patatas y habas fuera del cercado. En él trabajaban varias decenas de hombres y dos pares de mujeres, la mitad empleadas como aguadoras. Azadas, rastrillos, mulos mecánicos, calabozos. Hace viento y el polvo se filtra entre los dientes y las pestañas. Juan Vega insiste en que la tierra la necesitan para trabajarla y sacar sus frutos, que no es su intención obtenerla en propiedad. Más adelante, un joven, seboso, me confesó que lo de la propiedad es otra gestión que ya se afrontará, aunque, como él mismo reconocía, estábamos hablando con un diletante en esto del sindicalismo y no había que darle demasiado crédito. Doce personas se congregan en torno a un pequeño cercado, contemplan. Una cámara de Canal Sur toma un primer plano de un rastrillo que araña la tierra. El hombre que lo pasa lo hace con teatralidad aunque sobriamente. Un metro más allá una mujer se dobla para tomar los terrones más grandes y arrojarlos fuera del perímetro. Luego se espolvorearon unas semillas y se regó la tierra, ahora oscurecida.
-En mi casa no tenemos para comer y somos diez.
-Para comer siempre hay- le corrige su marido-. Porque, gracias a Dios, o te ayuda uno o te ayuda otro, pero que no puede uno hacer nada y la cosa está cada vez peor. Así- pronostica-, acabaremos por hincar el hocico.
-Este es el verano más corto de mi vida- enuncia misteriosamente la mujer-. Temo la llegada de septiembre porque no voy a poder comprar los libros a mis hijos.
-Habrá que hacer una huelga o algo.- propone él.
Ella me mira cariacontecida, él no tanto. Está a punto de llorar y su cuello se hunde en unas espaldas anchas para pertenecer a una mujer. Me dice que no sabe de política, que entiende lo que hay, que está afiliada a IU, que es analfabeta, que quiere que sus hijos puedan estudiar, que lo que está bien está bien, que lo que está mal está mal. Reciben una ayuda de 426 euros mensuales, de los que 200 van destinados a pagar la hipoteca, por lo que quedan 180 euros, más o menos, me dicen, para sacar adelante el mes de su familia. Hace apenas unas semanas, una vecina realizó un acto benéfico para evitar el embargo de su casa. Él, menos expresivo bajo su gorra verde, mueve su bigote rubio para admitir que ha recurrido a Caritas en más de una ocasión y que, aunque él no quiere, se ha visto obligado a llevar a sus hijos a rebuscar garbanzos. La mayor tiene 15 años. Tras varios minutos de conversación, veo que el mayor problema es el “sello”, esto es, el seguro agrario que hay que abonar para poder cobrar el paro y cuyo coste no supera los cien euros, “algo menos” se aproxima él.
-Lo que queremos es poder pagar el sello para poder utilizar la cartilla.- no recitaron al unísono, pero sí, uno primero y luego otro, emplearon las mismas palabras.
Diego sigue su arenga y hace referencia a un movimiento de Brasil que ya ha ocupado hectáreas y hectáreas. Acto seguido, añade:
-Nada de simbolismos, la cosa va enserio. Vamos a quedarnos aquí, -se gira y echa un vistazo a las tiendas de campaña, al cubículo de caña, a la malla verde que, sostenida por cuatro postes, da sombra-, así que hay que adecentarlo un poco. Hay que poner unas duchas, una pantalla… una televisión… para las noticias.
Dos perros pequeños, ajenos al sacerdocio que se estaba impartiendo, comenzaron a gruñirse y saltar uno encima de otro. Un joven intentó separarlos pero fue en vano. La refriega perruna cada vez captaba más atención y acabó por llegar a los mismísimo pies de Diego.
-A ver si calmamos a Aznar y a Zapatero.
Hubo risas mesuradas y prosiguió:
-Empezamos por las tierras públicas, porque la privada es más difícil. La propiedad privada está muy arraigada en el capitalismo.
Reparo en dos coches y seis guardias civiles que contemplan las labores desde el otro extremo del vallado, bajo un chaparro. Es verdad que la mañana es relativamente fresca para tratarse de finales de junio, sin embargo, con el paso de los minutos, el sol acaba por caldear la piel. A sabiendas que una negativa también alberga información, empecé a recorrer los treinta metros que me separaban de ellos. Nada había de camino, así que pronto advirtieron que me dirigía hacia ellos y, aún con la mirada baja, podía sentir su atención y perplejidad en mi cogote. Como me suponía, la Guardia Civil no contestó a nada, remitiéndome a su gabinete de comunicación; no obstante, me preguntaban con insistencia sobre mi simpatía política y la de un cámara con camiseta roja que, ajeno a mí, pululaba entre los sindicalistas. Resbalé algunos comentarios críticos hacia la ocupación y, pese a que persistía su negativa a manifestarse, uno grande y calvo miraba hacia el incipiente huerto y chistaba. A través de sus gafas de sol identifiqué su indignación para con el sindicato. No parecía conforme con su labor de escolta. Uno más bajo y rubio me sonreía con desconfianza y algo de superioridad. Di, pues, los buenos días y recorrí el camino inverso.
El Caniqui fue quien me guió del campamento al huerto. Le puse ese sobrenombre porque a todo el que encontraba lo llamaba así, “Caniqui”, que me aclaró que es como decir “tío” o “quillo”. Además, cuando le pregunté su nombre, me contestó:
-No soy nadie.
-Cómo que no- repliqué-. Eres el Caniqui.
Y satisfecho me mostró una fila de dientes inferiores que parecían haber sobrevivido penosamente a la guerra.
El Caniqui era delgado y renegrido. Fluctuaba por debajo de su ropa tazada, realmente mugrienta. De su camisa de mangas cortas sobresalía otra de mangas largas, compuesta por líneas negras y granates. Sus zapatos ajados estaban abrochados a conciencia. Cuando me dirigí a él por primera vez, se giró bruscamente y, mirando bizco desde el otro lado de sus gafas, me anunció sin mediar salutación: “La tierra para el que la trabaja”. Según pude comprobar, el Caniqui estaba destinado a tareas de avituallamiento. Era un sindicalista que había librado mil batallas, las cuales enumeraba como obviedades, obligaciones para alguien con responsabilidad civil; pero sus maneras y su discurso, entrecortado, difuso, mellado, le delataban como idóneo para esas funciones de apoyo. Compartí con él un paseo delicioso en el que, entre otras cosas, me confesó que la noche anterior se había perdido y no tuvo más remedio que cavar un hoyo bajo un chaparro para dormir resguardado. Sus declaraciones le delataban como sindicalista radical, de la vieja escuela, y hablaba con desprecio del 15M que “parecía un día de romería” “hecha por gente que sólo saben pegarle a un botoncito”… “y no escribir”, remeda el pensamiento precipitadamente. Porque es de clase humilde y reivindicativa, se lamentaba sin acritud, “su vida había sido un drama”. Al margen de las causas, no dudo el hecho. El Caniqui se despide de mí alzando el puño y gritando algo que no entiendo camino del coche, algo sobre la utopía.
A las 12:30, es decir, una hora y media después de que empezara la labranza, se da por concluido el trabajo. Y recuerdo a Diego que hablaba sobre la necesidad de los hechos, no del simbolismo. Me lo callo, y es que algunos ocupantes empiezan a mirarme a mí y a mi libreta con recelo. Voy con los hombres, que llevan en un hombro los aperos y en el otro una bandera de Andalucía con el logo del SOC. Al pasar frente al cortijo alambrado, al que las Fuerzas del Orden le impidieron acceder el martes, los hombres empiezan a inventariar los materiales del otro lado de la verja, la numerosa leña para el invierno, la cantidad de chatarra que allí, inaccesible, prohibida, se amontona, “con el precio que tiene”. Diviso a las yeguas más allá. Pastan e ignoran que Las Turquillas ha sido sitiada por los jornaleros, y es que para ellas los hombres no son más que eso, hombres. El sol pega cada vez con más contundencia y empiezo a sudar. Entonces llega un sindicalista, mascando el tallo verdísimo de alguna planta y, si al principio pregunta con suspicacia sobre mi apellido y familia, vamos hilando hasta descubrir que conoce a mi tía. Estudiaron juntos el bachillerato de letras en una clase donde había menos de diez alumnos y tres eran seminaristas.
Diego tiene que acudir a una Asamblea en alguna parte y por eso empieza a concluir:
-¡El capital quiere arrebatárnoslo todo!- respira y mira en torno para cerciorarse de que el mensaje ha calado- Esto es importante –rebaja el tono a modo de conclusión-. La crisis no la vamos a pagar nosotros. Hay que ocupar la tierra y trabajarla para ser…-y duda y duda y busca algo en el rostro de la gente y parchea- más felices- es hora de acabar-. ¡A la lucha!- grita levantando el puño- ¡A la pelea!
Un hombre con la mano, el timbre y los movimientos de un enajenado lo secunda. Para ello levanta igualmente el puño. Acto seguido su entusiasmo parece fuera de lugar porque nadie le acompaña. Se apaga su entusiasmo, dejando su figura obsoleta y a oscuras su romanticismo jornalero.
Blog: Animal de Azotea
Tags