La vida de Lalachus
Andaba yo por la ESO creo y recuerdo bien que rondaban estas mismas fechas navideñas. Hará una década de aquel día que entré al salón de mi casa y me encontré a mi padre viendo la televisión frente a la chimenea. Estaba viendo una de esas películas antiguas que sólo le gustaban a él en mi casa, esas de romanos, pero me instó a sentarme y a verla con él porque, me dijo, se lo agradecería más tarde. Era ‘La vida de Brian’. Desde entonces la veo todas las navidades y creo que cada vez me río más con ese humor desafiante que reinaba en los cines a finales de los 70.
En una de las primeras escenas lapidaban a un hombre por blasfemar. Este había cenado bien y le había dicho a la parienta que el bacalao que se había hincado era “digno del mismísimo Jehová” y, claro, eso no sentó bien entre los conservadores fariseos y una sociedad enfrascada en las miserias religiosas. Eso sí, se lió un poco el fariseo explicando lo de la blasfemia y se le escapó la palabra Jehová, por lo que acabó él bajo la lluvia de piedras lanzadas por mujeres con barba postiza —sólo los hombres podían acudir a las lapidaciones—.
Algo así se ha vivido en este país durante mucho tiempo. No se podía pronunciar la palabra de Dios en vano, criticar los desmanes de la Iglesia o desafiar a la superioridad moral de los domingueros de sagrario y sermón. Ahora, la cosa es distinta. No somos los religiosos los que nos llevamos las manos a la cabeza con las mofas cristianas del falso mesías Brian, sino que son los progresistas los ofendidos por la soberbia ironía que se respira en la escena que hace burla de transexualidad.
Esos mismos, que antaño defendían la libertad de expresión, le dieron la vuelta a las cosas. Censuraron que se hablase del físico de las personas, que se hiciese chanza con los defectos ajenos, que la orientación sexual, la raza o el sexo fuesen el centro de la comicidad momentánea. Así lo hicieron, criticaron a todos los que osaron a provocar a su ética moderna y renovada. Pero dieron cuenta con aquello que antes no se podía reprobar. Vieron en el desollamiento de la religión —de la nuestra— una expresión de libertad y aplaudieron los chistes de curas, las parodias que sexualizaban la Biblia y la provocación al poder de sus instituciones. Ese fue su problema, querer jugar con las cartas marcadas. Y, era cuestión de tiempo, las persecuciones que aplaudisteis caen ahora sobre vuestros ojos.
Hay un cómico bastante de vuestra cuerda que hace años que no sigo, pero que me hacía gracia cuando todavía cargaba la mochila del instituto a mis espaldas. Se llama Ignatius, quizás os suene, y a él le recuerdo decir que un cómico tiene que saber donde están los límites del humor para traspasarlos, cruzar la línea con la complicidad del público. Ahí está la diferencia de ‘La vida de Brian’ y ‘La Vida de Lalachus’, en que la acompañante de Broncano no consiguió la complicidad de nadie mostrando una estampita del Sagrado Corazón con la cabeza de la vaquilla del ‘Grand Prix’ en las campanadas de la televisión pública.
Y en su defensa tiene la prueba. Algo que pretendía ser gracioso no pasó de graciosete y los que la salvaguardan lo hacen —con razón— amparándose en la libertad de expresión o —sin razón— en el ataque a la Iglesia porque no soportan a la institución o directamente la fe. En el mal gusto estuvo el pecado, en la ausencia absoluta de gracia falló el milagro de la risa. Y no en la ofensa a la religión. Aunque eso, el mal gusto o la falta de gracia, nunca debería de ser un delito.
LARGO DE PENSAR
Montilla, Córdoba. Periodista de los de antes, columnista del ahora. Escribo como tomo un buen vino: saboreando los matices.