La sonrisa bajo el bigote
“A mis amigos no los juzgo, me limito a quererlos”

Tal vez no exista una mejor expresión, en cuanto al sentido de la amistad se refiere, que lograra definir mejor al protagonista de estas líneas.
Él era así. Un amigo de sus amigos. Así ha sido hasta el final. Y empiezo de esta manera porque, por la amistad entre él y mi padre, ambos me enseñaron el valor que tiene el querer a un amigo. Que no importa los meses que pasen sin verse, tan solo basta con llegar a tocar la puerta de la casa donde vive tu colega y darle una sorpresa. Sin mediar palabra anterior ni avisos ni chaladuras varias. Así lo hizo él en más de una y dos ocasiones.
A mí, como mínimo, me enseña que no es necesario mensajear tanto y todos los días con alguien para que la amistad sea de verdad y perdure. Basta el valor del cariño mutuo.
José María era así. Un ser entrañable. Querido por todos y manifestado día a día, hasta el último de ellos. No juzgaba a nadie, y por esa razón tenía amigos de todo tipo. Nunca miró si eras alto, bajo, moreno, rubio, de una clase social u otra…, él solo entendía de querer de verdad. Sin medias tintas y sin condiciones. Como se debe hacer.
Todo ese querer siempre bajo un sombrero, dentro de un corazón y con la sonrisa dibujada bajo un bigote.
Difícilmente podré dejar atrás en la memoria aquella mañana del 6 de octubre cuando, estando en la Carrera por la que tanto le gustaba pasear, asistía a la colgadura del crespón negro en el emblemático Casino de Osuna. Para ese momento, ya me habían avisado de que su final podía estar cerca por lo que, al ver aquella banderola que no quería sujetarse entre barrotes, temí la peor noticia. Y es que toda persona con la que compartimos tiempo de nuestra vida se instala en nuestra mente y en nuestra alma como si parte de nosotros fuera. Por eso duele la ausencia de alguien tan querido. Porque es como si te arrancaran una parte de ti. De cuajo. Sin anestesia ni previo aviso. En otras palabras y, como escribía Alphonse de Lamartine: “A menudo el sepulcro encierra, sin saberlo, dos corazones en el mismo ataúd”
Y ahora, que la fina seda se rompió y nos deja este espacio insustituible que ocupaba nuestro buen amigo José María, concluyo estas líneas a modo de reconocimiento, firmándolas en el periódico de tu pueblo donde alguna que otra vez dejaste escrita tu opinión. Sirva esto de homenaje a una gran persona, un gran profesional, un gran amigo, un gran personaje.
Hasta siempre.
Descansa en Paz.
A José María Sierra Pérez.
Manuel Carreño Rodríguez