La soledad del olvidado
Abre los ojos y los vuelve a cerrar, mueve los pies bajo las sábanas, comprueba con una mezcla de alegría y resignación que sigue respirando, que se ha vuelto a despertar, que la radio ha dado el pistoletazo de salida a otro día más. Mientras el locutor repasa la actualidad, observa el cielo de su habitación como el que mira una nube que sabe que acabará llorando sobre su cabeza. Al incorporarse se queda un rato sentado en el filo de la cama, mueve el cuello hacia ambos lados. Se enfunda sus zapatillas y con la casa aún sumida en la penumbra se dirige a paso corto a la cocina.
Julián contempla petrificado el hipnótico ruido de la cafetera. Bosteza, se recoloca el pantalón del pijama, desentumece los músculos aún dormidos, dibuja un círculo con los nudillos en los ojos, vuelve a bostezar. Saca el pan de la tostadora. Joder, se le ha vuelto a quemar. Sentado en la mesita de la cocina rasca la parte negra de la tostada. El cuchillo tiembla en sus manos. El inquebrantable silencio del desayuno es ultrajado desde el mismo cielo que antes contemplaba en la cama. En el piso de arriba, la vecina pelea con sus niños, se escuchan los tacones campando por el pasillo, las advertencias, la prisa, las paredes vierten hasta el suspiro de desesperación de aquella madre desbordada.
Julián ríe recordando, probablemente sea la primera y última carcajada del día, pero es que se acuerda de aquellas mañanas donde el trasiego de cabelleras despeinadas recorría aquel mismo pasillo que ahora espera yermo a que sus huesudas articulaciones lo crucen al son de sus crujidos. No hay más vida para los olvidados que la de la mente, no hay más mundo para los aislados que el del recuerdo.
En esa urbe de su cabeza hace tiempo que gobierna una alcaldesa, que es la única con la que entabla largas y distendidas conversaciones, las únicas que le empujan a seguir ejercitando sus cuerdas vocales. Con su Blanquita escucha música, comenta la situación, come, cocina, discute para no perder esa sana costumbre. Le reprocha que le dejase solo tan temprano. Ella como castigo decide callarse un buen rato, como antes, como siempre. Aquellos silencios le matan, bueno, en realidad no, qué más quisiera él.
Ahora se asoma a la ventana para asistir a ese baile de mascarillas, por allí van los nenes de la mano de la vecina hacia el cole, en la parada de autobús esperan varios jóvenes con los auriculares puestos, en la acera de abajo corretea un perro sin collar, la cajera del supermercado hoy llega tarde. El ruido de las persianas metálicas, el rugido del día desperezándose. Él lo pasará en el salón, confinado en su cabeza, con un ojo en la ventana mientras le dice a su Blanquita que hoy tampoco vendrán.
* Son muchas las personas mayores que están sufriendo la pandemia en soledad, condenadas al ostracismo más aberrante, apurando sus últimos días entre el miedo y la desidia. Cámbiale el nombre a Julián y ponle la cara que quieras y si tienes la posibilidad agarra el móvil y llámalo, seguro que le hará ilusión escucharte.
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