La santa
De la iglesia de la Victoria, que fue antigua sede del convento de los Padres Mínimos de San Francisco, dicen que posee el más peculiar retablo barroco del pueblo. No soy exper-to, lo digo porque lo leí en un libro de un estudioso de sus monumentos, Manolo Rodrí-guez-Buzón. Hace ya años, pasaba por allí y vi la puerta abierta. Recordé lo leído y me pudo la curiosidad. La iglesia, casi desierta, no tenía otra luz que la que se colaba por una vidriera y la tenue del candelabro que ilumina perennemente el sagrario. Dos clérigos ―que no advirtieron mi presencia― conversaban bajo el crucero. En la penumbra, reco-nocí la voz temblorosa por la edad de don Francisco, párroco desde hacía mucho tiempo. Su tono mostraba preocupación. El otro, alto y recio, que vestía túnica con ribetes cárde-nos, movía nerviosamente la cabeza. Deseoso de saber de qué hablaban, me oculté tras un confesionario para no ser descubierto. Don Francisco decía compungido:
―Comprenda su reverencia mi problema. Lo que le cuento se me confió en confe-sión y no puedo revelar la fuente, pero creo mi deber pedirle que actúe para detener el pro-ceso de canonización del que se habla. Seguir adelante sería santificar un fraude.
Hablaban de una sor Amparo de la Soledad que, nacida en el seno de una familia humilde, ingresó en la Encarnación siendo casi una niña. Ejemplo de vida piadosa y dedi-cación a la comunidad desde temprana edad, no rehuía los más duros trabajos y ponía el máximo interés en su formación como novicia. Llegados los plazos, tomó sus votos, tanto los temporales como los perpetuos. Nadie se aplicaba el cilicio ―comentaban las herma-nas― con mayor intensidad que sor Amparo. Nadie soportaba tantos ayunos y sacrifi-cios. Y, no obstante, siempre se mostraba como la más feliz y contenta del convento.
Pero, apenas cumplidos los treinta años, a sor Amparo la invadió una fuerte me-lancolía. Sus risas se convirtieron en silencios; su alegría, en tristeza. Caminaba por los claustros y dependencias del convento sin poder ocultar un aire taciturno.
La madre abadesa recurrió a la ayuda del capellán, que era don Francisco. El cura habló largo rato con sor Amparo, que acabó confesándole la inquietud que la atormentaba. Temía haber caído en las garras del diablo y la duda de que para Dios no fuesen suficien-tes sus sacrificios le robaba el sueño. El buen cura trató de consolarla: «Aleja de ti esos negros pensamientos, hija. Dios no nos exige nunca más de lo que podemos dar. Algún día lo comprobarás». Sor Amparo bajó la cabeza y guardó silencio.
Días después de esta conversación, mientras rezaban en el coro, una novicia ob-servó atónita las manos de sor Amparo. Sus palmas mostraban unas heridas sangrantes. Corrió a contar su descubrimiento a sor Matilde, la abadesa, que ordenó el traslado de sor Amparo a su celda. Al tenderla en su lecho, quienes la atendían quedaron estupefactas. Sus pies presentaban heridas semejantes a las de las manos.
Don Rómulo, el anciano médico que cuidaba de la salud de las monjas, fue avisa-do con urgencia. Tras un detenido examen, dictaminó: «Parecen heridas provocadas por un objeto punzante, un clavo o algo similar». Pero como sor Amparo guardaba un imper-turbable silencio a cuanto se le preguntaba, el médico no podía avanzar en su diagnóstico.
Con regularidad le aplicaban las pomadas y vendajes prescritos: pero, a los pocos días, las llagas reaparecían con mayor crudeza. Una voz trémula musitó durante la oración: «¡Las llagas de Cristo en la crucifixión! ¡Sor Amparo ha sido elegida por el Señor con sus estigmas!». Y, por el claustro, se repitió el eco de una palabra: «¡Milagro!»
La noticia se divulgó de inmediato. En el pueblo, las conversaciones giraban sobre «la santa». Su fama se difundió por toda la comarca y las puertas del convento se convir-tieron en un hervidero de personas que pedían su intermediación para sanar de unas fie-bres, concebir un hijo, que no cayera el pedrisco destructor de las cosechas, que prospera-se el negocio emprendido… La abadesa y don Francisco pusieron el hecho en manos del arzobispado mientras se esforzaban por mantener la integridad de la clausura. Sor Amparo mantenía con firmeza su silencio y su melancólica postración. Sobre quienes le pedían milagros, dijo enigmática: «Solo Dios obra milagros y no siempre los concede».
La fama de santidad de una sor Amparo cada vez más triste y callada aumentaba por doquier. Murió el mismo día que cumplió sesenta y seis años. Mientras la amortaja-ban, una novicia descubrió en un escondido cajón un libro manoseado del que no había oído hablar, Vida de la mística María de Meneses, y un herrumbroso clavo en el que eran patentes restos de sangre. Un mal presentimiento la sacudió. Pero, evitando ser vista, ocultó el hallazgo entre los pliegues de su hábito y se juró guardar silencio.
―Tanto debía pesarle aquel secreto que hace pocos días, entre lágrimas, acudió a mí en confesión y me lo contó ―dijo don Francisco a su interlocutor.
―¿Y no se le ocurrió preguntarle por qué nunca dijo nada?
―Sí, que lo hice.
―¿Y qué le respondió?
―Una frase muy escueta: «¿Quién soy yo para sembrar la duda sobre la figura de una santa?»
CUENTOS TRISTES DE MI PUEBLO
Licenciado en Filología Románica. Profesor en Lora del Río, Fuengirola y Málaga, donde se jubiló. Participó en experiencias y publicaciones sobre Departamentos de Orientación Escolar. Colaborador de la revista Spin Cero, galardonada en 2003 con el Reconocimiento al Mérito en el Ámbito Educativo, e impulsor de la revista-homenaje Picassiana. Editor de Todos con Proteo, publicación colectiva en favor de la Librería Proteo tras su incendio. Desde 2006 mantiene el blog La Agenda de Zalabardo.
Autor de cuentos y novelas, de las que ha publicado tres, una permanece inédita y una quinta está en proceso de creación. Reside en Málaga.