La plaga

Suceden cosas que, aisladamente, pueden no significar nada. Sólo pasan y pasan sin trascendencia. Una estrella fugaz: crea una estela, luego se apaga y el cielo permanece inalterable. Sin embargo, a veces, se concatenan una serie de circunstancias que provocan el desastre. Hechos que, si no hubieran conectado en un orden concreto, en nada hubieran alterado el orden propicio de la realidad. Una flor se cae de una maceta, se posa en el hombro de un viandante que la confunde con algún tipo de insecto, por lo que se asusta y recula en la acera, lo que obliga a un conductor a esquivar la posible intromisión en la calle, rozando el coche aparcado en doble fila de un hombre que iba con prisas, lo que le obliga, a su vez, a ir a su casa en busca de los papeles del seguro. Allí su mujer retoza con el butanero. Sería un error admitir que la caída de la flor tiene la culpa del descubrimiento de la infidelidad, porque es un hecho nimio que a nada habría llegado si no fuera por el viandante y por el conductor cornudo. Y es que los acontecimientos, hasta los más insignificantes, intentan entrelazarse para desencadenar el desastre, sin embargo, lo normal es que no encuentre nexo posible y se derrumben en el olvido. Ahora bien, en raras ocasiones, la unidad mínima de acontecimiento consigue llegar a otra y ésta a otra y ésta otra, hasta que abres el armario y un hombre lucha por cerrarse el mono de butanero, con el plus de dificultad que implican unas gónadas inflamadas. Pues bien, la conjunción de lluvia, más lluvia, luego lluvia torrencial y luego sol veraniego, ha desencadenado la peor plaga que se recuerda en mi bloque. Si coges un libro de la estantería, una polilla sale volando. Si cierras una cortina, una polilla sale volando. Si te calzas un zapato, una polilla te aletea en los pies. Uno no puede meter la cuchara en el plato sin tener que inspeccionar en busca de una polilla embarrada entre las habichuelas.
Para el que no lo sepa, la polilla es un insecto alado y algodonoso, como una mariposa al desgaire; una mariposa que trabajara en la mina. Más aún, en el mundo de las mariposas, las polillas duermen en los cajeros y huelen a polen en mal estado. Pero el problema no es su apariencia, sino su quietud. Se apostan en las esquinas del techo o en el marco de las puertas y permanecen tan quietas que parecen disecadas. No es bueno confiarse, a pesar de todo. Uno puede relajarse ante el aparente inmovilismo y, por ejemplo, empezar a leer un libro. Entonces, el insecto desgarbado levanta el vuelo y, como si de las alas sólo supiera que hay que batirlas, empieza a errar por la habitación con el peligro de que se desplome sobre tu pelo, sobre tu pierna o sobre el final lamentable de algún capítulo. Cuando lo hace, es decir, cuando se choca contra algo, desprende un polvo parduzco. Creo, aunque no lo tengo demostrado, que es un intento de polinizar las cosas, una eyaculación por impacto. Por ejemplo, si la polilla hace un tirabuzón errático en el aire del salón y se cae sobre la mesa, o se limpia de inmediato su semen polvoriento o el mueble se irá descomponiendo extrañamente, hasta demudar en una colina de cientos de polillas que buscarán las bombillas como si las bombillas fueran la luz al final del túnel. Y eso es otra cosa, ¿por qué las polillas buscan la luz eléctrica? Algunos estudiosos os dirán que por tratarse de una fuente de calor o alguna memez parecida. No le hagáis caso, eso es lo que la Gran Polilla quiere que penséis. O el caso de mi hermana: dormía la siesta, cuando una polilla se le desplomó contra los párpados cerrados. Nos reímos, pero unos días después comenzó a pestañear con pesadez. Al mirarse al espejo comprobó que las pestañas se le habían vuelto alas de polilla. Aún estamos esperanto la metamorfosis de sus ojos que ya amarillean.
Anoche mismo. Me lavaba los dientes. A la altura de los molares inferiores, siento algo inusitado, como una polilla entre los dientes, y así era, tenía una polilla entre los dientes. Hice un gancho con mi anular derecho y me enfrenté al espejo. Entre el blanco espeso de la pasta dentífrica, podían adivinarse el filo de sus alas. La escupí y desmembré a zapatazos y, aún así, las antenas por una parte y el torso por otra, seguían moviéndose. Claro está que esa noche me atormentaron pesadillas. Como si ya estuviera desierto, me desperté y escuché un zumbido intenso en el cuarto colindante. Caminé sin que me pesaran mis noventa kilos de maniático y anduve el pasillo. Al entrar al salón, comprobé que el ruido se debía a millones de polillas que entenebrecían la lámpara del salón. Eran millares que percutían contra las paredes, contra los cuadros, contra mí. Me eché al suelo como en un incendio. Me subí la camiseta hasta la nariz para evitar que las polillas se introdujeran en mi boca y, reptando, alcancé el armario de la limpieza. Palmeé entre el conglomerado marrón hasta dejar caer el bote de insecticida. “¡Sufrid malditas!”, mascullé; pero el chorro apenas dispersaba la nube que volvía a azorarme al instante. Busqué en mi bolsillo y agarré el mechero con todas mis fuerzas. Logré tomar espacio y hacer un lanzallamas. Apenas se escuchaban mis carcajadas entre el bullicio de los insectos. Parapetado en el fuego, alcancé el balcón. En mi huida, había prendido fuego al sofá y a las cortinas. “¡Ja!”, grité al ver que mantenía a los insectos a raya. Pero, poco a poco, la llama del mechero se fue debilitando, azulándose, hasta extinguirse por completo. Tras un momento de quietud alarmante, las polillas que se habían salvado del incendio me acometieron y, en mi intento de zafarme, caí desde el quinto piso al capó de un Mercedes antiguo. Sonó la alarma del coche y, aunque no sentía nada, comprendí que me estaba muriendo. Aún me dio tiempo de mirar hacia arriba y ver una polilla que salía de mi piso y ganaba la calle. Batía desesperadamente unas alas que ardían.
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