La palabra del día


Al final, los mejores legados son inconscientes. Se tratan de los gestos que no aspiran a trascender, que nacen de una pureza tan inmaculada que, de improvista, al echar la vista atrás, se revelan como una especie de plan maestro que solo estaba trazado en la cuartilla invisible del destino. Porque el destino siempre atiende y premia a los que se dejan llevar por la fuerza de la auténtica intuición, la que se rige por las señales del corazón. Son detalles del día a día, rutinas de cariño que solidifican herencias tan importantes y eternas que no se pueden ni tocar ni gastar ni observar, a menos que te entregues al pertinente viaje de la introspección y emprendas el camino inverso a las pisadas que los que te han querido han ido dejando en la playa dorada de tus recuerdos. La cabeza es el único banco en el que se puede guardar ese patrimonio inmaterial, y el único impuesto que hay que pagar es el de la sucesión del tiempo, que hiere a la vez que reconforta.
Siempre que entro por la casa de mi abuelo me saludan sus paredes. Anda leyendo como solo leen las personas sabias, por placer, sin más pretensión que el disfrute. De chico me costaba calibrar cómo podía gozar con esos ladrillos recubiertos de cuero, llenos de páginas finas como mi entendimiento, cómo podía matar el aburrimiento con más aburrimiento, aparcar los folios del trabajo y entregarse a otros tomos interminables. Yo prefería que me pusiera las cintas de vídeo que guardaba al lado de la tele. McManaman, Anelka, Raúl de pibe. Michel Salgado, Roberto Carlos, la volea de Zidane, el Valencia jugando la final de la Champions. Fíjate en el pase de Savio. El documental de Juanito, mis primeras aproximaciones a la muerte, a lo efímero y vulnerables que somos. Y Di Stefano. Y Kopa, Rial, Puskás. Y los Yeyés, y la Quinta del Buitre y un montón de épocas, de mitos, de partidos históricos que yo iba mezclando y devorando frente al televisor.
Pero luego un día me habló, como se cuentan los secretos, sobre el Coyote y El Guerrero del Antifaz. Sentado al filo de una cama, dándole palmadas a la portada de los libros, acariciándolos mientras hablaba como el que acaricia un tesoro. A mí más que lo que me contaba me interesaba lo que hacía, lo que transmitía por detrás de sus palabras, lo que contaban sus ojos. Cuando terminaba de contarme de lo que iba, se ponía de pie sobre el colchón y dejaba otra vez el libro en el hueco exacto y perfecto que le pertenecía. Las cosas en su sitio. Cerraba la luz del cuarto y se piraba. Otro de sus volúmenes de cabecera era el diccionario. Ojo, el de la RAE, no otro. Siempre ha expresado un respeto y un cariño casi familiar con lo que él llama ‘La Academia’. Si en cualquier conversación salía una palabra que no entendía, aunque no lo dijera, aunque solo pusiera una cara con un leve gesto de extrañeza, me cogía de la mano y me llevaba al despacho. Por la ‘T’. E iba con el índice deslizando de arriba abajo. Esto significa esto, pero también esto otro.
Poco a poco, entre Nesquiks batidos con el ímpetu del afecto más rotundo y onzas de chocolate 80% me fue despertando una curiosidad y una afición por el lenguaje y la cultura que desembocó en un ritual que oficiábamos todas las mañanas a través del teléfono. Su admirada Academia publicaba todos los días una palabra del día, y yo tenía que aprendérmela para poder explicársela a él. Aquello no iba de exámenes ni de notas, sino de desayunar vocablos. Me llamaba cuando iba camino del autobús del colegio y charlábamos un rato sobre ‘barreño’, ‘crápula’ o cualquiera que fuera el término que tocase. Probablemente sin aquella ceremonia temprana, sin aquellos abrazos virtuales que nos dábamos a través de las palabras, a mí jamás me habría dado por escribir. Hoy me lee y me relee con devoción, y me llama para comentar unas columnas a las que él le puso el cemento. En mi diccionario personal la palabra del día siempre es la misma. Empieza por a y acaba por o.
EL POYETE
Sevilla, 2001. Caballo de carreras de fondo, escritor de distancias cortas. Periodista, bético, sevillano.