Nochebuena
Sería la primera Nochebuena que pasarían solos. Eso es lo que rumiaban, en silencio, con tristeza, desde hacía varios días, Mariano y Rosario. La Chari, su hija, ya les había avisado. El trabajo se había acumulado en la empresa del Jordi y no podrían bajar al pueblo: «Son demasiados kilómetros para no estar juntos ni siquiera un día completo».
Lo que la Chari callaba ―para no herirlos― es que los niños, Llum y Andreu, se alegraban porque «por fin, se iban a librar de tener que ir a aquel poblacho donde no había más que gallinas y cuestas, y mala cobertura que imposibilitaba conectar con sus amigos por internet». O que tampoco al Jordi le hacía mucha gracia «encerrarse» en lugar tan apartado, sin cine ni bar y solo el campo para pasear. Decía que aquel poblacho del sur ―la aldea, diez, doce casas a lo más― le parecía como setas que hubiesen brotado en lo alto de un cerro abrasado por el sol en el verano y hostigado por el frío en el invierno.
Mariano, cada vez que hablaban de los nietos, rezongaba:
―Llum y Andreu, ¿son nombres cristianos para unos niños?
―Son nombres naturales allí ―lo reprendía con dulzura Rosario― ¿Acaso no llamamos nosotros Charini a la nuestra?
Mariano y Rosario pertenecían a ese amplio grupo de sureños que tuvieron que abandonar sus soleadas tierras y emigrar hacia el norte ―Cataluña, Bilbao, incluso más lejos― bastantes años atrás. Rosario no olvidaba la fecha: junio de 1960. Tiempos difíciles y la emigración como única forma de escapar de la miseria que sufrían en la aldea. La Chari ―Charini― tenía seis años recién cumplidos. Pero ―en contra de lo que otros hicieron― Mariano decidió no vender la casa. Sabía que regresaría algún día.
Los ahorros y lo que les quedó de pensión les permitieron cumplir el sueño cuando se jubilaron. Además, ni Mariano ni Rosario habían acabado de aclimatarse al obligado destierro. «En Barcelona» ―aunque ellos vivían en un pueblo del cinturón― «uno se vuelve loco con tanto jaleo». Ahora, él ocupaba los días cuidando la pequeña huerta sobre la ladera del monte en tanto Rosario preparaba la comida, veía la televisión o pasaba largos ratos de charla con alguna de las escasas vecinas. Allí no había otra cosa que hacer.
Para la Chari todo era diferente. Había crecido en un ambiente distinto al de su nacimiento y la aldea no la atraía como a sus padres. Allí arriba fue al colegio. Allí conoció a sus primeros amigos y luego se echó un novio, el Jordi. Allí se casó y tuvo sus hijos, Andreu y Llum. Volver a las empinadas calles en que aprendió a andar truncaría su vida. No culpaba a sus hijos porque no les gustase el pueblo. Además, estaba el trabajo de Jordí.
La misma tarde en que Mariano y Rosario se iban haciendo a la idea de su primera Nochebuena en soledad, sin la compañía de su hija y de sus nietos, Chari caminaba sorteando el bullicio de las calles de Barcelona ―el trabajo del Jordi les exigió mudarse a la capital― para completar las últimas compras para las fiestas. Este año comerían en casa de los padres del Jordi, lo que le provocaba sensaciones contrapuestas. Apreciaba el cariño con que sus suegros la acogieron siempre, pero se sentía pesarosa por la soledad de sus padres en fecha tan señalada. Además, no le gustaba demasiado la sopa de galets ni el suquet de peix que invariablemente componía la cena de esa noche. Aborrecía aquella sopa en la que, si miraba la pasta, creía ver caracoles nadando en un caldo de color indefinido y tampoco apreciaba demasiado la mezcla de tanto pescado. En cambio, el asado que preparaba su suegra estaba bueno de verdad. En esto pensaba casi sin reparar en que las calles lucían engalanadas y de todas las lujosas tiendas salían los sonidos de los villancicos. El que más se repetía decía: A vint-i-cinc de desembre, fum, fum, fum, ha nascut un minyonet…
Mariano, mientras en el patio trasero de la casa desplumaba el pollo que ellos cenarían, comentaba casi a gritos a Rosario, que estaba atareada en el interior:
―¿Sabes? Lo que echaré de menos esta Nochebuena será estar apartado de la Charini y los críos. Pero, cuando llegaban estos días, te juro que me volvía loco. No podía soportar todo el santo día con el Fum, fum, fum… Nunca entendí aquello del Ha nascut un minyonet. ¿O es que no pueden cantar Hacia Belén va una burra, rin, rin…? ¿No te parece a ti?
―¡Tú sí que eres un burro! ―respondía Rosario riendo―. Nunca quisiste comprender que cada lugar tiene sus costumbres y sus cosas. ¿O no tienes tú las tuyas?
Llegada la Nochebuena, la Chari cenaba con su otra familia, reñía las travesuras del Andreu y la Llum, y reía las ocurrencias de su cuñada Neus, aunque no podía olvidar que sus padres estarían solos. Mariano y Rosario, en su aldea rodeada de silencio, cenaron temprano, casi sin hablar. «El pollo te ha salido riquísimo» ―comentó mientras paladeaba un sorbo del cava que les había enviado su Charini.
Acabada la cena, Mariano encendió un cigarro, se asomó a la terraza y apoyó los brazos sobre la baranda. Hacía un tiempo inusual para estas fechas. La temperatura, templada. Embelesado, húmedos los ojos, miraba el cielo claro todo cubierto de estrellas. Rosario se le acercó:
―¿Qué piensas?
―Que, a pesar de todo, allí no podíamos ver estas estrellas…
CUENTOS TRISTES DE MI PUEBLO
Licenciado en Filología Románica. Profesor en Lora del Río, Fuengirola y Málaga, donde se jubiló. Participó en experiencias y publicaciones sobre Departamentos de Orientación Escolar. Colaborador de la revista Spin Cero, galardonada en 2003 con el Reconocimiento al Mérito en el Ámbito Educativo, e impulsor de la revista-homenaje Picassiana. Editor de Todos con Proteo, publicación colectiva en favor de la Librería Proteo tras su incendio. Desde 2006 mantiene el blog La Agenda de Zalabardo.
Autor de cuentos y novelas, de las que ha publicado tres, una permanece inédita y una quinta está en proceso de creación. Reside en Málaga.